domingo, 9 de octubre de 2016

El loco del británico

Llevaba casi una semana entera visitando el Bar Británico. El típico café porteño antiguo, ubicado en la esquina para mayor cliché. No iba con tal voluntad propia pero me gustó desde el primer momento. Manteles blancos, el piso de madera, muy viejo pero siempre limpio. Estoy segura que lo visité por primera vez hace varios meses, poco antes de mudarme a este barrio, pero el embrollo y la prisa no me dejó conocerlo a detalle. Es muy lindo. Es una ventana pequeñita a la realidad que viven los bonaerenses, locos todos, pero en especial él. Creo que uno de los meseros, - todos hombres-, le llamaba Jimmy (o Shimy, para ser más descriptiva). Fue difícil distinguirlo del resto de los clientes, pues hay cada personaje en cada una de las mesas. Su diferencia es que éste no era tan repetitivo.

En cualquier lado te encontrás la misma escena. Señoras de edad, clase media, jubiladas, con las amigas de toda la vida, tomándose el café de ochenta pesos incluidas tres medialunas, como si nunca hubiera llegado el tarifazo a sus puertas. Por otro lado, y casi siempre cerca de la puerta, está el típico viejito con boina y anteojos leyendo el periódico y tomando un cortadito. Nunca faltan esos que tienen pinta de chicago boys, al lado un Sandwich integral y con ellos nada más que el teléfono y la MacBook.

Pero Jimmy era el que más se hacía notar, al menos para mí. Todavía no sé con certeza en qué momento captó mi atención. Cuarentón, no era tan alto, era muy flaco como una varilla, nada guapo. Pero sin duda fueron sus esferas de papel. El tipo llevaba con él una especie de bola de fútbol de papel china con recortes y salidas extraños, cada día una distinta. La colocaba sobre la mesa, junto a una botella cinta roja frente a él y luego se sentaba en su silla. Se levantaba y la volvía acomodar. Se volvía a sentar. Se tocaba la barbilla mientras la observaba fijamente, como niño asombrado y curioso. Tomaba otro sorbo de ron. Se quedaba ahí un rato hasta que el mesero rompía el hechizo.
-Jimmy, la cocina está por cerrar, ¿querés algo más? - le pregunta el mesero más viejo.
- No, gracias, estoy bien.- le contesta en un español mal pronunciado.


No podría adivinar de dónde venía ese acento pero supongo que era británico, igual que el nombre de aquel refugio -que tiene colgado un cuadro mediano de Las Malvinas-. Sin embargo, podía juzgar por los pantalones a la cintura, el sombrero negro y las mejillas enrojecidas que el tipo andaba de paso... o tal vez no.

Al tercer día de llegar al bar con la plata ajustada, y de encontrarme a Jimmy con una esfera mucho más frondosa y extraña, él actuando más ansioso de lo normal y acomodando una y otra vez una botella muy fina de vino blanco. A la media hora lo vi salir apresurado dejando todas sus cosas. Por la ventana vi que le hacía señas a una camioneta para estacionarse justo frente al bar. Volvió a entrar y a los dos minutos entró una mujer rubia, de estatura mediana, con jeans, tenis y camiseta, aparentemente la misma edad que Jimmy. Ambos se fundieron en un beso, de esos tan intensos que son imanes a los ojos buscones, a los envidiosos y a los míos, por supuesto. Parecía un reencuentro de novela medieval. Jimmy le besaba el cuello, la boca, las mejillas, la frente, mientras ella entre risitas nerviosas y felicidad evidente, se dejaba llevar sin importarle los fisgones. Una vez más el mesero interrumpe la escena y le pregunta a ella si quiere algo de tomar. Jimmy le enseña la botella de vino y ella asiente con la cabeza pero le pide algo más que no alcanzo a escuchar.
Aún no se sientan, ellos quieren saltarse la cena y ahogarse en abrazos y arrumacos. Él extasiado, ella desborda el encanto y la enajenación de una persona enamorada. Nunca había visto algo así.

Finalmente logran arrastrarse hasta la silla. Uno frente al otro empiezan a tomar. A leguas se nota que a ella le cuesta entender su inglés y a él se le dificulta responder en español pero al parecer se entienden. Una imagen tan Almodóvar que no podía dejar de mirar. En algún momento él le mostró la pelota de papel. Ella la quedó observando unos segundos, luego siguió tomando y le preguntó otra cosa. Al instante se figuró en la cara de Jimmy una mueca de decepción. Dejó su copa de vino y le pidió al canoso lo de siempre. Ron. Ella quedó confundida, sin saber qué pasaba. Pero, seguía sonriendo. 
Él, impaciente esperando su trago, no parecía importarle lo que ella le decía, ni siquiera la miraba. Luego de intentar tomar su mano varias veces, ella desistió. Tomó su bolso en amenaza, esperando alguna reacción, pero no fue así. Se tomó un último sorbo de vino. Golpeó la copa contra la mesa y se levantó tan furiosa qué volvió a llamar la atención de los presentes. Pero Jimmy seguía inmutado. Al verla salir por la puerta llegó el ron. Se lo tomaba tranquilo mientras miraba la silla abandonada, la puerta sonar y la esfera sobre la mesa. Creí entenderlo por un segundo y me compadecí... de ambos. Pedí la cuenta y el mesero, poniéndole pimienta al cuenta o para corroborar más bien mi hipótesis, me dice: "mirá que el ego es capaz de joderlo todo, eh", mientras voltea el rostro hacia Jimmy y busca una sonrisa cómplice en mi cara que no alcancé a formular. "¿El ego o el amor?", pregunté. Esta vez reímos los dos. 


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Cuando se vaya el frío


Calle Defensa, San Telmo, Buenos Aires / Foto: Julio Méndez

Todavía faltan unas catorce cuadras para llegar a casa, aún me queda chance de escribir. Hace muchos días no me platico, no me caigo bien. Que me voy dejando aparte. Esta cuestión de ocuparse cuando adulta trae irreversibles consecuencias. 

Me traje mis audífonos y la misma playlist tan revuelta como mis pensamientos. Quise apuntar nada más algo que se me ocurrió mientras salía del Cabildo de la Plaza de Mayo y ahora que lo escribo me parece una estupidez. No puedo más con la torpeza y el descuido. Ya no es factible para mí ser tan despistada y andar dejando la cabeza en tantos lados. 

Por eso preferí conversar con la persona que menos me soporta: yo misma. 
Empieza Mon Laferte a desgarrarse y casi me da un derrame cerebral. La única canción que he escuchado de ella me ha pegado fuerte, tanto que tuve que pasar a la primera cosa que no me hiciera sentir más miserable.

Los Ángeles Azules están bien pero no combinan con el clima. Este frío de mierda que no termina por irse. Le doy en 'Aleatoria' y sale Soda con él Te para tres y me termina matar. Caí oficialmente en depresión. Pero una depre sensata, vaya. Digamos que las finanzas ya no me dan el lujo de quedarme todo el día llorando en casa para hincharme como ogro, comer pollo frito con papas y andar en calzones todo el día. Buenos Aires ya no me permite darme ciertos placeres, ese ha sido el precio de la magia convidada, que ha sido mucha, eso sí.

Le dije a Julio que iba a pasar por una librería cuando lo dejé en la avenida pero me quedé viendo los libros desde afuera. No quiero leer más el resto del día. Sólo quería escucharme un poco. Porque no es la guitarra de Cerati que resuena en mi cabeza. Es mi voz compasiva y quisquillosa la que escribe por mí. 

Insisto en lo mucho que me resiente el frío. Desde que llegué, -excepto por un par de días dorados- no ha parado la lluvia, tampoco el gris. Algunos árboles ya muestran las hojitas verdes que van naciendo en las ramas más altas, pero siguen teniendo esa inevitable apariencia lúgubre, que en el fondo me encanta. Mi problema no es con esa melancolía despiadada que despierta esta ciudad y este barrio en especial. Mi bronca es con el frío. No ha entendido que ya fue suficiente. Qué los huesos ya me piden tregua y que tampoco tengo a quien abrazar. 

Mejor sigo caminando, -confiando en mis anteojos-, mientras me sumerjo en esta pantallita. Todavía me cuesta descubrir esa sensación extrañísima de salir a caminar sin miedo, sin mayor precaución o desconfianza. Es, en parte, un sentimiento de culpa. Es como sentir por primera vez la libertad después de estar muchos años presa. Es palpar la tranquilidad de tu espacio físico. Esa tranquilidad convertida en un mito allá en mi tierra. ¿Cómo no pensar en Honduras? Imposible no traerla hasta mí, imposible no añorarla así: pacífica, pero con su mismo colorido y con la misma calidez. 

Camino con cuidado para no untarme los tenis de mierda de perro. Me encanta pasar con cuidado por los cafés temáticos. Siempre hay un viejito dentro con la pinta de Borges, sin la ceguera, platicando con otro al estilo Cortázar sin la altura. Me obsesiona San Telmo. Me gustan esos edificios con diseños de dragones. No puedo evitar sentir que estoy en algún lugar del centro histórico de Tegucigalpa ahora que retomo la Bolívar. Cada vez doy otro paso analizo seriamente la posibilidad de comprarme una bici. Las pantorrillas de los veinticinco ya me están jodiendo.

Pensaba desviarme un poco el camino para buscar dónde sentarme pero ya falta nada para llegar. Ya me he escapado de caer dos veces. Tampoco puedo pasar comprando un helado porque todo lo que ando en la bolsa son doce pesos. Me animo a llegar porque recordé que dejé unos cubitos de café congelado para hacer granita. Ya estoy hasta la verga de tomar té verde. 

Me resisto al frío. Al unísono que lo maldigo, me revienta en el cuello una corriente de aire que lo tira todo para el frente. Ni siquiera tengo la voluntad de acomodarlo. Tampoco quería que llegara la calle donde está mi hogar temporal. Tenía ganas de seguir caminando cuesta arriba, mucho más arriba, hasta llegar a Juticalpa, comprarme un tamal y beber tamarindo para la sed. Darle un abrazo a mi madre, a mi hermana y echarme a dormir hasta despertar del sueño. 

Por fin doblo en la esquina y no hace falta limpiarme la lágrima, el ventorral la secó antes. Dos hombres con la típica pinta porteña van frente a mí.

-Che, qué frío de mierda.- le dice un treintañero regordete al otro más estilizado. 
- El conchudo de Macri...- responde.
- ¿Eh?
- Hasta la primavera sufrió el ajuste.- se ríen los dos y yo atrás, con ellos. 

Ya protegida de los vientos huracanados, tiro las llaves el abrigo y saco de la nevera los cubos de café hondureño y la leche. Mientras licuaba el invento, gugleo el pronóstico del tiempo. Todo indica que seguirá el miserable frío por unos cuantos días más. Tacho en el calendario ahí mismo donde dice que saldrá el sol todo el día, ahí donde promete mínimas de 20. Es ese mismo día que, estoy segura, se irá también, junto él, toda la tristeza rezagada. Las ganas de salir corriendo o de quedarme para siempre. He decretado que ese mismo día que llegue la primavera, que se asiente el sol, sin reparo, también vendrá desde lejos, esa extraña manera de levantarme y encontrar fuerzas donde menos lo imagino. 

Mientras tanto me tomo la grana de café de palo de Culmí y abro un poquito la ventana, pa decirle al frío que ya no le tengo miedo, que lo enfrento como quien seduce sus males al tiempo que los despide. 

martes, 14 de junio de 2016

LOS DÍAS NUESTROS


Casi todos los días salía de trabajar a esta hora. En la playlist lo mismo de siempre y a todo motor. Me desabotonaba la camisa y los jeans para no sentir tan pesada la próxima hora de tráfico. Casi siempre me iba despacio al cruzar el puente para sacarle una foto al atardecer. Iba pensando en lo que cenaríamos esa noche mientras Adele se desgarraba el galillo y el taxista chuco de atrás me hacía ojitos para darle la pasada. Estaba loca por verte. Tanto que olvidé lo bien que se sentía llegar sola a casa después de correr seis kilómetros, prepararme cualquier cosa, ducharme con agua fría y tirarme exhausta a la cama.

Cuando llegaste no solo cambió mi horario. Me creció la panza, la refri se puso más llena, descubrí que tenía una cocina y un comedor escondido entre la alfombra de yoga y las cortinas rosadas de la sala, esas que quitaste porque dijiste que eran muy claras. Tan pronto como te sentiste cómodo quitándome mi lado de la cama, yo me fui acostumbrando a dormir en tu pecho y a rodearte con mi pierna. Vos te dedicaste a roncar y echarme pedos. Hubo noches en los que deseé tirarte al piso de un codazo pero extrañarte era peor cuando decidías quedarte en tu casa.

Me has faltado todas las noches desde que me fui, me faltás en aquella especie de cueva donde sólo existíamos los dos. En los atardeceres que se filtraban en la ventana, ya no puedo recordar cómo eran en ese espacio antes de vos. Pienso en aquel cuarto y te pienso a vos. En tu cara de loco tratando de explicarme una de tus teorías filosóficas-esotéricas que sólo vos entendés. No recuerdo si alguna vez te lo dije, pero a veces ni siquiera te escuchaba por estarte viendo los colochos que se alteraban según tus gestos. Están esos días tan cercanos que puedo cerrar los ojos y ver todo ahí, en su lugar. Nuestra ropa tirada y revuelta por todos lados. Tus collares, el tabaco, la moña y el encendedor en el anaquel. Mis quijadas entumecidas de tanto reír, mi celular en el piso, vos con tu falda y tu complejo de perro correteándome para atacarme a mordidas. Tus duchas de agua hirviendo, tu estúpida broma de pararte en la puerta del baño para verme cagar. Tu expresión diabólica cuando pelábamos, tus tortillas de quesillo con blue cheese. Todo sigue ahí, intacto.

Éramos los dos, sólo los dos y nadie más en ese cuartito, ahí metidos, quitándonos el tiempo, intercambiando fluidos, recuerdos y tantas cosas más.
Así quiero tenerte, así voy a recordarte. Sintiéndonos felices y en casa. Como aquella noche que llegamos por asalto a una morada en pleno monte. Todo se miraba clarito por esa enorme luna. A penas y nos conocíamos pero nos desnudamos en todas las formas y en todos los sentidos. Después nos hicimos el amor con la misma fanfarria y dulzura que se mira en esas novelas venezolanas de tu época que fijo viste y hoy no querés admitir.

Te amo. Y aquí no hay peros, ni hay llantos, ni reproches. Te amo y yo sé que vos me amás. Aunque no estemos ni seamos. Aunque por ratos nos tiremos balas envenenadas que se deslizan después entre tanta miel y cursilería. Hoy sólo te traje hasta este frío de mierda que ya me va acostumbrando a estar sin vos.

Te he extrañado cada día, pero nunca como hoy. No así con tanto desespero. Tanto que ya me aburrí de sentirlo. Tanto que ahora la ausencia empieza a enseñarme nuevos caminos. Esos donde ya no te veo esperando ni sonriendo, pero siempre ahí.

Mi loco de mierda, mi amor, mi Jon Snow -versión piel canela-. Si te vuelvo a decir que te extraño es porque es cierto. Creelo porque tal vez ya no lo diga más. Quizás en una realidad alterna todavía estemos dormidos, cenando baleadas o una de tus deliciosas brusquetas, agitados y sudados, viendo algún atardecer en aquella cueva. Midiéndonos a ver quién es más ridículo. Mientras tanto te abrazo y te beso desde un cuartito helado en el fin del mundo. Esperando verte pronto para ahogar tantas ganas o para despijarnos como se debe, con una cerveza, un porro y una cogida.

Y si no, pues para no hacer más drama, espero al menos encontrar una técnica efectiva para no pensarte tanto y continuar en mis cosas, leyendo, caminando, descubriendo, peleando con oficinistas públicas, cualquier cosa que me prohíba escribir boludeces como estas.

Te amo, mi corazón.

Hasta siempre. 

miércoles, 8 de junio de 2016

ESCRIBIDORA

Esta mañana me dio por ir a tomarme un café con mi computadora. Quise aprovechar un poco del tiempo libre para escribir un relato que he andado desde hace unos días en la cabeza. Para hacerle honor al cliché, me fui a uno de esos lugares hipsters, con un café pasable y un budín de limón recién horneado. Noventaitrés pesos y cincuenta minutos después, solo había logrado escribir tres líneas.

Recurrí a la vieja técnica de bosquejar en otra pagina lo que quería decir, pero me enredé en tornillo de palabrerías sin sentido que ni si quiera yo entendía. Me regañé, me desairé y me emputé. Me distraje un rato en la “vida real”, me terminé ese capuccino anodino y como si le estuviera insistiendo a un amor, me puse seria y me concentré en escribir.

Terminé el párrafo y me detuve. ¿Qué mierda te pasa? Leete. Estás escribiendo como cuando tenías dieciocho. No, miento, cuando tenías dieciocho escribías mucho mejor que ahora. Nada te inhibía, todo era escribible. Cero pretensiosa. Ahora sos un ramillete de muros y dudas. Comenzá de nuevo.

Borré todo y empecé otra vez. Recordé la semana pasada cuando estuve tratando de escribir una reflexión para una clase. Tenía mil ideas para comenzar, escribí un párrafo y me gustó tanto que no quise cagarla escribiendo un segundo que acabara con mi optimismo, pero lo tenía claro. Sin embargo, este relato de mierda que me anduvo siguiendo día y noche, no se dejaba escribir.

Claro, no es igual redactar un examen final sobre el papel de América Latina en la formación del mundo moderno que describir a una persona que no te agrada y de la que poco te acordás. En otro momento sería más fácil escribir el pinche relato y dejar que el ensayo te aturda del todo la psiquis.

Empecé a ahogarme en la autocompasión: es la tos. Es el cansancio. Son los estragos de la goma. Es la falta de sexo que no te lleva suficiente sangre al cerebro y no te deja fluir las ideas. Es el estrés de haber dejado, tu país, tu familia, tus amigos, tu vida. Es todo menos tu mediocridad.

Escribí casi el mismo párrafo anterior, cuidé mi excesiva, maniática y desfachatada maña de usar tantos adjetivos... y me sentí exhausta.

Más allá de sus gestos torpes, su tartamudeo ocasional y su evidente inseguridad física, me agradaba su manera elegante de caminar. Moviendo el culo de un lado a otro, exponiendo su cuello de lora, cantando siempre, realzando la cabeza como si fuera la reina de su propio mundo. Tenía un cierto rastro de oscuridad y crudeza en sus palabras pero su casi imperceptible voz daba la impresión de un alma dulce y comprensiva que rompía de golpe con sus rimbombantes carcajadas de bruja medieval.

 Ese no puede ser un principio. Tal vez ni siquiera se parece a quien quiero describir. Es que me cuesta observarla ahora en mi cabeza. Pasé casi un año al lado de ella y simplemente dejé de observarla. De ni siquiera interesarme en darle los buenos días. ¿Cómo voy a detallar con exactitud?
Tenía la urgencia de escribir algo coherente. Me pegaba en la frente, me desacomodaba el pelo una y otra vez. En frente tenía a un viejito leyendo el periódico que por momentos me decía “¿eh?”, porque creía que le estaba hablando a él. Creo que nunca me había costado tanto arrancar a escribir. Empecé por disparar palabras para llenar los espacios. Y me tropecé con un chapsuy de ideas que llegaron a cualquier otro puerto menos al mío.

En parte, gracias ella creo menos en esa premisa absurda del feminismo que te dice hay que apoyar, aceptar y querer a todas las mujeres por su simple condición de mujer. No me jodan con eso, en este mundo de impares así como hay malos hombres, también han existido, existen y seguirán existiendo mujeres de mierda.

Ya basta de escribir lo que pensás, tu desprecio, tu sarcasmo, tu falso desinterés hacia la vida. ¡A nadie le importa, carajo! Sólo ahorrate los rodeos y escribilo exactito como lo tenés en la cabeza. Sin tanto adorno ni barnices. Sólo escribí, por la concha de la lora, escribí. 


Me sentí frustrada. Guardé mis cosas y me fui. De camino a casa venía pensando en que quizás no era un relato ni un ensayo alegórico al ego que debían ser escritos como todos los demás, o sólo era mi superyó tratando de evitar que tocara susceptibilidades ajenas, o tal vez solo estoy cayendo en cuenta que hace tiempo me puse la camisa de escribidora, esa que se acomodó en la cueva de crear “cuando sobra el tiempo” o escribir porque es necesario liberar espacio. Esa maje a la que ya casi se le olvida ese impulso primario que es escribir. 

domingo, 8 de mayo de 2016

ABSTINENCIA


Por lo general siempre es invitada, –no es mi caso- y después no hayás como correrla del cuarto. Hay veces que llega como intrusa, autócrata, insolente a sentarse a tu cama. A verte con esa cara malévola que tienen los que disfrutan el dolor ajeno. La abstinencia es así de impredecible, así de fregada, así de buena maestra.

Todavía no estoy en la etapa de la tembladera y las uñas comidas. No tendría pisto para hacer cita en alguna clínica para obsesivos, por eso escribo. Pero vení, mejor contame vos, ¿a qué sos adicto? ¿A la mota, a la coca, a las pastillas, a la piedra, al ron, a la fiesta, a los asados, al café, al sexo oral, a las locas, a los orgasmos, a la comida, a las historias imposibles, a las modas, al tabaco, al amor? Lo sé, te encanta todo lo que destruye. ¿Y qué le vas a hacer?, si es terriblemente delicioso.

Cada vez que nos ponen una tentación en la cara, conocemos el paraíso, por eso quedamos enganchados. Por cucharadas he aprendido a no juzgar a nadie por sus adicciones, a menos que me estén afectando a mí. ¿Te preguntaste alguna vez si tu adicción jodió a alguien?  Yo nunca, porque soy egoísta. Porque en mi adicción nunca he pensado que mi droga le haga mayor daño a otro del que me hace a mí. Y si me han reclamado, no he sabido escuchar. Y es que también está la adicción más funesta e incomprensible de todas, al sufrimiento.

¿Por qué nos encanta vivir jodidos? “Si no estoy jodida, no estoy en onda”. Tan absurdo como se lee. Hay quienes nacieron creyendo que su estado natural es vivir jodidos y jodiendo a los demás. Más que un hobbie, un estilo de vida, la quinta necesidad humana.

Por suerte y por tacaña nunca he sido adicta a las drogas tangibles, pero he de admitir que la María es otra de mis mejores amigas, que solo busco y llega a mí por mera casualidad o cuando de repente me pegan esos anuales ataques de insomnio.

Mi adicción va más allá de tocar fondo cuando te encuentran tirada en una cuneta o cuando por poco te matás ahogada en tu propio vómito –saludos Amy, hasta el cielo-. Es más fuerte que empeñar los relojes de tu padre o aspirarte todo el sueldo en tres días; quizás sea una de las más absurdas y fatales de todas: soy adicta a enamorarme de puros pendejos.

No es otra más de cartas de desahogos, llena de rencores y señalamientos. Es mi “primer paso”, como dicen los psicoloquitos. Estoy admitiendo mi adicción. Estoy en proceso de desintoxicación, no me prejuzgués ni te pongás adusto o chistoso. Tampoco es fácil aceptar que tenés un problema por más pinche que sea. Y más cuando te causa síndrome de abstinencia.

Hay domingos como este en los que me quedo largo rato en la cama analizando las cosas. Y hoy hice una introspección profunda de porqué a las personas les gusta autodestruirse y pues no tuve de otra que empezar conmigo. Repasé mis relaciones, mi paso fugaz con la nicotina, mi amor excesivo por las baleadas y los postres, el sexo mañanero, las películas depresivas, la depresión como tal, puras cosas normales pues. Pero nunca me puse a ver antes que si me tropecé con tanto idiota en mi primer cuarto de siglo, nunca fue la culpa total de ellos, -decile a mi ex que ya no se mortifique, por favor-. Es ese recurrente afán de acumular amores intensos dentro de la ya catastrófica realidad en la que vivimos, me llevó al hábito de enamorarme de personas equivocadas, sin percatarme que la más equivocada era yo.

Es un acto inconsciente pero que al cabo de varias decepciones, llama tu atención. El nivel de daño es relativo al nivel de pendejéz del individuo, entre más imbécil, más letal. Lo mismo pasa con la edad. Pero en realidad no te das cuenta o no te importa. La adicción actúa justo cuando decís “él es diferente, con este sí”, y ¡pum! El vergazo.

No es con los años que te volvés más madura, es con las caídas de las nubes que te has dado. Entre más alta la nube, más fuerte el chichote y también la lección. Precisamente por la incapacidad de apuntar las lecciones en mi cuadernito harapiento, es que la sigo cagándola y cada vez más bonito, con tal estilo.

Dale, tampoco es para que te estés burlando. Te repito que no es fácil. Tengo más de un mes sin coger y sin fumar. Estoy parada entre la frontera de la pureza y la pereza. Me da una tremenda modorra solo el hecho de pensar en ponerme un poco de maquillaje, aplacarme el pelo, hacerle ojitos a uno de esos boludos argentinos que se creen apolos reencarnados, llevármelo a la cama, pedirle un porro y poner al horno otro melodrama superfluo e internacional.

Prefiero abstenerme. Seguir comiendo toda la pizza y todo el pan que pueda comprar con mi reducido presupuesto. Seguir con la sentadillas, estiramientos y abdominales del Youtube. Seguir con las películas de Campanela y las exhibiciones gratis de arte. Con los teóricos faltos de cariño que me cuesta entender, con la posibilidad de ahogarme en libros y aventarme del abismo o hacia el abismo.


En mi sobriedad estoy segura que esto es mejor a volver a recaer en el ciclo. Que muy adentro se siente de maravilla la tranquilidad que provee la soledad, aunque choque y te piquen las manos por regresar al drama. Por mandarlo todo a la mierda y volver a sentirte en ese estado de completa enajenación. Por un instante titubeás, pero lo bueno de la distancia es que no hay alternativa. Volvés a vos, pegás un suspiro y le subís volumen a la música. Es sólo otro síntoma de la abstinencia, todavía falta lo peor. Borrás toda esta mierda, te parás de la silla y empezás a mover el culo como la española del video, todo sea por la rehabilitación. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

La bienvenida del otoño

Calle Caminito, Barrio de La Boca, Buenos Aires
Hoy cumplí un mes de estar en Buenos Aires. Para mi dicha, las aguas ya están calmas. Ya no está lloviendo, pero este frío hijueputa no cede. Es la primera vez que veo un otoño tan marcado y es precioso, me encanta. Ahora que tengo un lugar donde guardar mis libros, los pocos trapos que traje y mis pendientes, me doy un chance de salir a curiosear, a caminar sin rumbo y perderme por las calles interminables vapuleadas por hojas en el centro de la ciudad.

Alquilo un cuarto de un departamento en Recoleta, la zona cheta (de la fresada) y más pretensiosa de la capital. Mi pequeño espacio tiene todo lo necesario menos calefacción. No puedo evitar extrañar una pierna y un pechito para abrigarme y escabullirme a estos 10 grados. Es una tortura que apaciguo tomando del poco café hondureño que me queda, el que ha sobrevivido a las uñas del hijo de mi casero, don Patricio, quien al parecer le encanta el aroma de Marcala.

Don Patricio me dio buena espina desde el principio. De unos setenta y pico, calvo, con pinta de viejo hiperactivo. Siempre serio y mirando a los ojos. Tengo la leve sospecha que se está quedando sordo porque acerca el oído luego de preguntar y después vuelve a preguntar, por ratos alza muy fuerte la voz que pareciera estar puteando. Por las pocas cosas que me ha contado y las que yo todavía no me atrevo a preguntar, sé que tuvo un comienzo a su vejez muy difícil. Perdió a su esposa hace unos años, murió de cáncer. Tiene al hijo menor adicto a los estupefacientes, -l que vive en casa- enrollado con la ley y en vías de recuperación. Otro hijo se le fue para Quito y otro quien sabe donde esté pero nunca ha llegado a visitarlo durante el tiempo que he estado aquí.  

Por Don Patricio he empezado a conocer un poco la idiosincrasia del porteño: obstinado, peleonero, panadero, aficionado a lo que sea pero con toda la pasión, sarcástico y muy cordial. Hay días en los que no soporto que me pregunte lo mismo cada media hora. Que me diga Elizabeth, ¿necesitás otra frazada?, cuando ya le he respondido días anteriores que con las tres colchas que me dio estoy bien y que no me llamo Elizabeth. A la mañana siguiente viene y me dice, Elizabeth, ¿y todo esa plato es para vos sola o es para dos días? Cuando me ve huyendo para el cuarto con mi desayuno catracho. Pero en general no jode tanto. Quizás es solo su deshilachado instinto paternal, a juzgar por el recibimiento a su hijito gordito de treintainueve años, que le dio sus peores dolores de cabeza. Macrista hasta el final de los tiempos, está convencido que yo le creo todo lo que me dice. “Este país está así por falta de comunicación, yo le dicho a Macri que le diga al pueblo por qué le aumenta a las cosas. Que explique los ajustes que hace porque aquellos dos (Cristina y Néstor) se cagaron en todo.” Tomaría por tonto a don Pato si no fueran sus múltiples diplomas y reconocimientos en su estudio y en toda la casa, porque tiene una vasta y variada biblioteca y porque me encanta la música clásica que pone los domingos en la tarde aunque yo no tenga puta idea de quién es o son los artistas.

En casa viven otras dos personas además de Don Patricio y su hijo. Un colombiano y otro argentino de provincia. Antes que yo estaban dos venezolanas que solo vi de paso y me heredaron un aceite de girasol y un café de su país que aún no pruebo. El colombiano solo llega dos veces a la semana porque trabaja en Mendoza. El argentino siempre me pregunta lo que estoy cocinando con la esperanza que le convide algo pero yo me hago la loca. No es egoísmo, estoy aprendiendo a ser ahorrativa mientras encuentre un lugar donde comprar maseca sin que me saquen un ojo de la cara. Hoy no quiero hablar de finanzas y costos en esta ciudad porque me causa mucha tristeza. La otra roomie es Juana, la perra labrador de Don Patricio. Está obesa y todo el tiempo la ponen a dieta pero no le resulta. Puede oler un buen pedazo de carne a cien metros. Es una dulzura que le encanta posar cuando le sacan fotos.

En resumidas cuentas estoy bien, salvo por esos días que amanezco de nuevo en Tegucigalpa y todos sus vergueos. Cuando una noche de repente estoy llorando desconsoladamente sin saber con precisión el motivo, sólo lloro como si estuviera meando y necesitara vaciar el frasco.


Buenos Aires me ha recibido bien y yo la abrazo como puedo. Cada paso en sus avenidas me resulta magnífico, con ganas de ir más allá y comérmela de un solo bocado. No me ajustarán dos años para conocerla, ni tampoco diez. Estuve 25 años en Honduras y todavía ni la conozco ni la entiendo. Esta noche continuaré con mi ciclo de cine argentino. Ya dejé a un lado el libro de Borjes, porque me hacía caer en nostalgias absurdas, y de nostalgias ya tengo suficientes. Cada día me acostumbro más a leer las entrelíneas de Marx y lo que tratan de descifrar a Marx. El dolor en la espalda y el cuello no cede y no ayuda el ungüento que me dio Don Patricio. Ayer empecé a hacer abdominales porque increíblemente me está bajando la panza a pesar de toda la pizza y el jamón que le meto. Seguramente después tendré más chance de ver más para adentro y deshilar los dolores, por ahora solo quiero disfrutar a esta malvada maravillosa, a la gran ciudad de la furia. 

martes, 8 de marzo de 2016

EUGENIA

Pasan más de las diez y Alfonso no regresa. Con el camisón manchado con de leche, el pelo espantado, el tarrajazo en el perineo todavía fresco, los pechos hinchados, con el apellido atravesado y los treinta años a punto de estallar, Eugenia sale a buscarlo. 

Se cansó de pasearse con el chigüín en brazos por los corredores, la sala y los cuartos. Desde las seis de la tarde envió al demorado a buscar leche de vaca porque el tierno no quería agarrar la teta. Su desesperación aumentaba cuando escuchaba de su hijo aquellos chillidos que atravesaban muros y le acuchillaban el alma. Desde que nació el pobrecito sólo ha comido unas tres veces. La partera le advirtió que tenía que darle sólo pecho porque salió del vientre un poco azul. Pero Eugenia se cansó de intentar y le encomendó la tarea a su marido de ir a buscar con su hermana el alimento para el pequeño. Un tanto de mala gana, Alfonso, que recién llegaba de la carpintería, se volvió a poner la camisa sudada, agarró la cartera y salió. 

Despierta a la hija mayor, Mariana, para que le espiara al niño. Se pone un vestido limpio y, con dificultad, unas sandalias de cuero que tiene debajo de la cama. Sus pies, todavía hinchados, cruzan toda la casa con prisa para salir, no sin antes darle instrucciones a la pequeña de ocho años, quien no para de restregarse los ojos para despertarse.

Pasando la casa de Doña Aurora, la hermana de la iglesia, está uno de los lavacarros del río sentado en la acera. Lo conoce desde niño y hasta le ha hecho mandados, lo saludó con la mano de paso, pero él le señaló lo que andaba buscando.

-Si anda buscando a Foncho, su esposo, se metió desde ya ratos a la cantina de Chayo con Cachohueco y otros músicos.De inmediato se detiene y se le calienta el pecho de la cólera. Se da la vuelta y envía al muchacho a un mandado especial.

-Entrás y le decís a ese zarandajo que si no llega ahorita mismo, encuentra todos sus trapos en la calle. 
Tal cual un soldado en misión, aquel percudido salió sonriente con el mensaje en camino al chupadero. 

Eugenia regresa con el diablo dentro, una leona recién parida, desesperada porque su cría no ha comido. Entra al cuarto de golpe. Vea Mariana dormida en la mecedora con el niño sollozando en brazos. No le queda ni tiempo, ni corazón de regañarla. Se quita el vestido en un arrebato, agarra al chigüín, se sienta en la cama y le pone la teta en su boquita.

-Ya me cansé de contemplaciones. La agarrás porque la agarrás. Los dos ya estamos cansados. 
Como si el bebé atendiera a un regaño serio de su madre, encuentra la teta y empieza a mamar con la furia y el frenesí que sólo conocen los hambrientos. Ambos suspiran de alivio.

A la media hora el comensal se queda dormido y la rabia mantenía despierta a Eugenia. Se levanta con el cuidado de no despertarlo y lo pone del mismo modo en la cuna. Se acerca a la puerta y escuchó unas llaves. Alfonso por fin regresó con el encargo. Ella, sigilosa, se colocó detrás de la puerta y esperó que el marido entrara, éste, tratando de hacer el menor ruido posible, pero con la torpeza de los tragos, entró en puntillas y cerró la puerta con la sutileza de una mariposa, pero se llevó el susto de la vida. 
-¿Para dónde vas? – le pregunta Eugenia con mucho recato, sin inmutarse, mientras Alfonso pega un salta, llevándose la mano al pecho. 
-Aquí te traje la leche… lo que pasa es que me encentré a Cachohueco y se me pasaron las horas, pero aquí está lo que pediste.- le responde sin mirarla a los ojos.

Eugenia explota en cólera y le canta un par de insultos. Alfonso recuerda la plática que tuvo con su compadre Cachohueco después que recibió el mensaje de su mujer en la cantina. “Si vos le mostrás miedo a tu señora, se te va a montar. Yo tuve un tío allá por Lepaguare que era el más pataste con las mujeres, pero un día le aconsejaron que las macaneara y la suerte le cambió. Después el que mandaba era él, como debe ser pues”, le persuadió. 

Alfonso, sin mediar palabra, agarra a Eugenia por los brazos y le pega unas cuantas sacudidas. Ella, como puede, logra zafarse y le sirve tres aruñones en el cuello que encenden aún más a Alfonso, mientras rebotan en su cabeza las palabras de su amigo. Al sentirse que gana la lucha y temblando de ira, Eugenia se da la vuelta, pero no alcanza a dar un paso cuando siente un violento jalón de pelo que le arquea casi toda la espalda. Sacando la poca fuerza que le restaba, consigue morderle la mano y sale corriendo con mucha dificultad hacia el cuarto. Alfonso no la sigue. Se queda tirado en la hamaca del patio. 

Ya más calmada, pero con dolor intenso en la entrepierna y la cabeza, Eugenia se echa en su cama junto a Mariana. El bebé duerme plácido y sus otros tres hijos también. No escucharon nada. Eso la tranquiliza un poco, pero se suelta a llorar quedito. Peiensa en abandonarlo. Sabe que después de una mano levantada no hay regreso. Desde que el tercer hijo nació, hace dos años, Alfonso agarró la costumbre de irse de cantina con los amigos, por eso discutían casi a diario, pero nunca fue un borracho violento, al menos no hasta hoy. Sabe que la ha herido a profundidad más allá de los golpes y no piensa ahogar su resentimiento.

De hecho nunca lo hizo. Recuerda aquella vez, cuando Alfonso empezó a llegar tarde. Le sirvió el desayuno frío, con el café sin azúcar y los frijoles con olor a quemado. Él se comió todo excepto los frijoles. A la mañana siguiente, sin hablarle, si quiera, le volvió a servir los mismos frijoles, pero esta vez con un huevo crudo. Alfonso, no renegó, no dijo nada. Sólo aceptó el mensaje, se levantó y se fue a comer a la calle. Al otro día, en la mesa seguían los frijoles y el huevo que ahora olían a podrido. Alfonso no pudo más. Le pidió perdón a Eugenia y no volvió a salir durante un mes. 
Pero el cambio le duró poco cuando llegó Cachohueco al pueblo, no se veían desde niños y el reencuentro ameritaba celebrar. Esa noche llegó casi a las cuatro de la madrugada y Eugenia había cerrado todas las puertas de la casa. Alfonso tampoco renegó y se quedó a dormir en la acera de su propia casa. Después las salidas eran constantes a Eugenia se le acortaban las ideas para castigarlo. Ese día finalmente se hartó. 

Ya faltan poco para las dos De la mañana y no ha pegado el ojo. Se levanta a ver el bebé y sigue durmiendo, plácido. De la repisa desconecta una lámpara, una de las que le heredó su madre, Teresa. Se dirige al patio y observa a Alfonso durante unos minutos mientras escucha los estruendosos ronquidos. Eugenia le pega una sutil patada en las nalgas colgantes , Alfonso se suspende en un grito ahogada y ve a su esposa con los brazos extendidas con una lámpara en manos.

-No sé si te vaya a perdonar lo que hiciste. Lo que sí estoy segura es que no me volvés a poner un dedo encima porque antes, te morís. Te lo juro por mis cuatro hijos.- le advierte con una voz pacífica pero firme. Alfonso, asustado como ternero tierno, le cree cada palabra y le suplica con la mirada que no deje caer esa lámpara. 

Eugenia, sabe que volvió a ganar. Pero algo dentro de ella se había apagado para siempre. Al siguiente día Alfonso no sale, se queda en casa ayudando a cuidar a los otros niños. Aún no se hablan, pero él no resiste la indiferencia de su mujer. Al cabo de unas semanas ve que ni quedarse en casa todas las noches, hasta los sábados la contenta. Sin saber qué hacer empieza a ayudarle en tareas que nunca en su vida hizo, como preparar la cena. De vez en cuando, los plátanos mal cocidos, le sacan una que otra sonrisa a Eugenia, sin embargo, en ella se ha instalado un resentimiento invisible. Una duda que duerme todos los días entre ellos. La certeza de que nunca más le volverá a ver igual.


domingo, 3 de enero de 2016

La Mochila Liviana

En unos cuantos días estaré -posiblemente muy borracha, con mis mejores amigos en algún bar de medio pelo- celebrando mi primer cuarto de siglo. Nunca he sido buena para reflexionar por cada cagadal cometido en el año y mucho menos he tenido la voluntad y la no-pereza para enmendarlos. Yo creo que de eso encargará la vejez.

Por mientras, voy cargando en una mochilita de cuero falso y tapizada con papel periódico, una serie de tonteritas  que yo guardo porque –supongo- me servirán en el camino; sin embargo, con el andar, se va volviendo más pesada y mi espalda que ya de herencia tiene los achaques, cada vez suplica más –entumecida y roja- que le quite un par de cosas, para seguir avanzando más tranquila y liviana.

Es por eso, que pasados los rituales ridículos y gulísticos de las pascuas y del año nuevo, aprovechando la víspera del aniversario, con mi cuarto de la casa de mi madre, que ya no es mi cuarto sino una bodega de ropa y retrateras quebradas, me dispuse a revisar esa mochila deshilachada, tratando de depurar lo que ya no me sirve.

Al principio fue fácil. Lo que está encima, ligero se va a la basura y más tarde se compra en la pulpería. Empecé por quitar los chicles. El esmalte de uñas rosado –para eventos de emergencia-que nunca uso porque me gana la pereza. Los tampones que siempre son oportunos. Las anticonceptivas –las fieles compañeras- que es mejor no sacarlas por si olvido guardarlas de nuevo.

Más adentro estaba un peine con pelusa, un lápiz tinta negro, un monedero más lleno de facturas que dinero, un celular de tres años a punto de morir, monedas, más monedas, sucio, recado de marihuana, más sucio, más facturas.

En las bolsas especiales, un manojo de llaves –que nunca encuentro. Mis identificaciones con foto de cachetes inflados. Papeles que, con el afán de liberar te esclavizan más al mundo pero que ahí los andás para no descuadrar. Una fotografía del papá, de la mamá y de los abuelos. Mis non gratos shorts, un antiácido, un calzón limpio. Un amuleto robado y más facturas que salen de la nada.

La cosa se va volviendo impaciente cuando te encontrás de pronto con todo aquello que creíste haber dejado tirado, enterrado u olvidado en el camino sin intenciones de volver a encontrarlo. Y me tuve que sentar un rato. No para reflexionar, no para nadar como los mártires en el dolor o para podrirme de odio o para volver a sentir ese amor desmedido. Sólo quería detenerme a contemplar eso que me transformó en lo que ahora soy –para fortuna o desgracia-.

Para escarbar un poco más, sabía que tenía que tomarme el tiempo necesario... y respirar. Me reí con las cartas que envié y me reí aún más con las cartas recibidas. Ahí están todavía las cajas de regalo que le di para su cumpleaños. Sin explicación alguna, todavía está ese cursi y largo poema que me escribió para (obnubilarme) enamorarme. Están ya inertes las ganas de verle, de oírle, de escucharle, de platicarle. Los besos que duraron horas y días y que brotaron mares y lagunas de aquel cuartito. Todavía está esa noche, de tantas, que llegó impaciente a tocarme. Sigue también ahí, aquella tarde, de varias, cuando me dejó sola, de pie, con el beso en la boca, con mil dudas y con el cariño ciego, como la más idiota de las idiotas. Siguen ahí mis 23 y mis 24 con los ojos hinchados. Para mi sorpresa ahí está todo, todo menos él ni el amor que me hizo sentir.

Yendo para lo más profundo, hay otras cosas con varias capas de polvo que es preferible no sacudir para evitar una pequeña catástrofe, como aquellos orgasmos infinitos que por poco y desembocan en adicción. Por otro lado, hay otras que por más que les eche tierra por más de una década nunca dejan de estar, pero se acomodan al ritmo de la caminata y a los zapatos para poder seguir.

Ya la faena de depurar se va transformando en una especie de catarsis y el aire se vuelve menos pesado. Me encontré luego, a cada tropezón que di, desde los que dejaron marca en mis rodillas y los que dejaron marca en los demás. Por suerte, ahí sigue una sonrisa esperándome. Un pequeño albor que me entendió y decidió esperar.

Al final de la pequeña bolsa todavía quedan residuos y basura. Quise sacar justamente eso, lo que sobra, lo que no me sirve. Las facturas, el sucio, los pelos, el paquete vacío de chicles y el recado contaminado de mota junto a los amores que ya cumplieron su labor: vinieron, jodieron y se fueron. 

Una vez sacado todo en la mesa, sacudo la mochila, con mala técnica y sopor me dispongo a coser lo que está roto y de a poco, voy metiendo de una a una, cada cosa que fui sacando. Pero esta vez, cambiándoles de lugar y acomodándolas. Sin que choquen unas con otras para que convivan mejor y me dejen vivir más tranquila a mí y a mi espalda.


A simple vista, la dinámica funcionó. Me paré firme descalza y me puse otra vez la condenada mochila. Sin duda pesa muchísimo menos, pero sé que todavía falta mucha limpieza. Sigo aprendiendo a buscarme y encontrarme la paciencia. Aún queda espacio, pero hay ciertos miedos que siguen estorbando. En este preciso momento agarro los zapatos más cómodos y me aventuro de nuevo al camino. Me encanta la idea. Voy en paz y voy feliz mientras pienso que no está nada mal para tener a penas 25 y seguir cargando con todo y mis vidas pasadas en esta espalda de anciana, esperando con los brazos abiertos para seguir guardando más recuerdos, más amores, más dolores.