miércoles, 4 de mayo de 2016

La bienvenida del otoño

Calle Caminito, Barrio de La Boca, Buenos Aires
Hoy cumplí un mes de estar en Buenos Aires. Para mi dicha, las aguas ya están calmas. Ya no está lloviendo, pero este frío hijueputa no cede. Es la primera vez que veo un otoño tan marcado y es precioso, me encanta. Ahora que tengo un lugar donde guardar mis libros, los pocos trapos que traje y mis pendientes, me doy un chance de salir a curiosear, a caminar sin rumbo y perderme por las calles interminables vapuleadas por hojas en el centro de la ciudad.

Alquilo un cuarto de un departamento en Recoleta, la zona cheta (de la fresada) y más pretensiosa de la capital. Mi pequeño espacio tiene todo lo necesario menos calefacción. No puedo evitar extrañar una pierna y un pechito para abrigarme y escabullirme a estos 10 grados. Es una tortura que apaciguo tomando del poco café hondureño que me queda, el que ha sobrevivido a las uñas del hijo de mi casero, don Patricio, quien al parecer le encanta el aroma de Marcala.

Don Patricio me dio buena espina desde el principio. De unos setenta y pico, calvo, con pinta de viejo hiperactivo. Siempre serio y mirando a los ojos. Tengo la leve sospecha que se está quedando sordo porque acerca el oído luego de preguntar y después vuelve a preguntar, por ratos alza muy fuerte la voz que pareciera estar puteando. Por las pocas cosas que me ha contado y las que yo todavía no me atrevo a preguntar, sé que tuvo un comienzo a su vejez muy difícil. Perdió a su esposa hace unos años, murió de cáncer. Tiene al hijo menor adicto a los estupefacientes, -l que vive en casa- enrollado con la ley y en vías de recuperación. Otro hijo se le fue para Quito y otro quien sabe donde esté pero nunca ha llegado a visitarlo durante el tiempo que he estado aquí.  

Por Don Patricio he empezado a conocer un poco la idiosincrasia del porteño: obstinado, peleonero, panadero, aficionado a lo que sea pero con toda la pasión, sarcástico y muy cordial. Hay días en los que no soporto que me pregunte lo mismo cada media hora. Que me diga Elizabeth, ¿necesitás otra frazada?, cuando ya le he respondido días anteriores que con las tres colchas que me dio estoy bien y que no me llamo Elizabeth. A la mañana siguiente viene y me dice, Elizabeth, ¿y todo esa plato es para vos sola o es para dos días? Cuando me ve huyendo para el cuarto con mi desayuno catracho. Pero en general no jode tanto. Quizás es solo su deshilachado instinto paternal, a juzgar por el recibimiento a su hijito gordito de treintainueve años, que le dio sus peores dolores de cabeza. Macrista hasta el final de los tiempos, está convencido que yo le creo todo lo que me dice. “Este país está así por falta de comunicación, yo le dicho a Macri que le diga al pueblo por qué le aumenta a las cosas. Que explique los ajustes que hace porque aquellos dos (Cristina y Néstor) se cagaron en todo.” Tomaría por tonto a don Pato si no fueran sus múltiples diplomas y reconocimientos en su estudio y en toda la casa, porque tiene una vasta y variada biblioteca y porque me encanta la música clásica que pone los domingos en la tarde aunque yo no tenga puta idea de quién es o son los artistas.

En casa viven otras dos personas además de Don Patricio y su hijo. Un colombiano y otro argentino de provincia. Antes que yo estaban dos venezolanas que solo vi de paso y me heredaron un aceite de girasol y un café de su país que aún no pruebo. El colombiano solo llega dos veces a la semana porque trabaja en Mendoza. El argentino siempre me pregunta lo que estoy cocinando con la esperanza que le convide algo pero yo me hago la loca. No es egoísmo, estoy aprendiendo a ser ahorrativa mientras encuentre un lugar donde comprar maseca sin que me saquen un ojo de la cara. Hoy no quiero hablar de finanzas y costos en esta ciudad porque me causa mucha tristeza. La otra roomie es Juana, la perra labrador de Don Patricio. Está obesa y todo el tiempo la ponen a dieta pero no le resulta. Puede oler un buen pedazo de carne a cien metros. Es una dulzura que le encanta posar cuando le sacan fotos.

En resumidas cuentas estoy bien, salvo por esos días que amanezco de nuevo en Tegucigalpa y todos sus vergueos. Cuando una noche de repente estoy llorando desconsoladamente sin saber con precisión el motivo, sólo lloro como si estuviera meando y necesitara vaciar el frasco.


Buenos Aires me ha recibido bien y yo la abrazo como puedo. Cada paso en sus avenidas me resulta magnífico, con ganas de ir más allá y comérmela de un solo bocado. No me ajustarán dos años para conocerla, ni tampoco diez. Estuve 25 años en Honduras y todavía ni la conozco ni la entiendo. Esta noche continuaré con mi ciclo de cine argentino. Ya dejé a un lado el libro de Borjes, porque me hacía caer en nostalgias absurdas, y de nostalgias ya tengo suficientes. Cada día me acostumbro más a leer las entrelíneas de Marx y lo que tratan de descifrar a Marx. El dolor en la espalda y el cuello no cede y no ayuda el ungüento que me dio Don Patricio. Ayer empecé a hacer abdominales porque increíblemente me está bajando la panza a pesar de toda la pizza y el jamón que le meto. Seguramente después tendré más chance de ver más para adentro y deshilar los dolores, por ahora solo quiero disfrutar a esta malvada maravillosa, a la gran ciudad de la furia. 

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