miércoles, 14 de septiembre de 2016

Cuando se vaya el frío


Calle Defensa, San Telmo, Buenos Aires / Foto: Julio Méndez

Todavía faltan unas catorce cuadras para llegar a casa, aún me queda chance de escribir. Hace muchos días no me platico, no me caigo bien. Que me voy dejando aparte. Esta cuestión de ocuparse cuando adulta trae irreversibles consecuencias. 

Me traje mis audífonos y la misma playlist tan revuelta como mis pensamientos. Quise apuntar nada más algo que se me ocurrió mientras salía del Cabildo de la Plaza de Mayo y ahora que lo escribo me parece una estupidez. No puedo más con la torpeza y el descuido. Ya no es factible para mí ser tan despistada y andar dejando la cabeza en tantos lados. 

Por eso preferí conversar con la persona que menos me soporta: yo misma. 
Empieza Mon Laferte a desgarrarse y casi me da un derrame cerebral. La única canción que he escuchado de ella me ha pegado fuerte, tanto que tuve que pasar a la primera cosa que no me hiciera sentir más miserable.

Los Ángeles Azules están bien pero no combinan con el clima. Este frío de mierda que no termina por irse. Le doy en 'Aleatoria' y sale Soda con él Te para tres y me termina matar. Caí oficialmente en depresión. Pero una depre sensata, vaya. Digamos que las finanzas ya no me dan el lujo de quedarme todo el día llorando en casa para hincharme como ogro, comer pollo frito con papas y andar en calzones todo el día. Buenos Aires ya no me permite darme ciertos placeres, ese ha sido el precio de la magia convidada, que ha sido mucha, eso sí.

Le dije a Julio que iba a pasar por una librería cuando lo dejé en la avenida pero me quedé viendo los libros desde afuera. No quiero leer más el resto del día. Sólo quería escucharme un poco. Porque no es la guitarra de Cerati que resuena en mi cabeza. Es mi voz compasiva y quisquillosa la que escribe por mí. 

Insisto en lo mucho que me resiente el frío. Desde que llegué, -excepto por un par de días dorados- no ha parado la lluvia, tampoco el gris. Algunos árboles ya muestran las hojitas verdes que van naciendo en las ramas más altas, pero siguen teniendo esa inevitable apariencia lúgubre, que en el fondo me encanta. Mi problema no es con esa melancolía despiadada que despierta esta ciudad y este barrio en especial. Mi bronca es con el frío. No ha entendido que ya fue suficiente. Qué los huesos ya me piden tregua y que tampoco tengo a quien abrazar. 

Mejor sigo caminando, -confiando en mis anteojos-, mientras me sumerjo en esta pantallita. Todavía me cuesta descubrir esa sensación extrañísima de salir a caminar sin miedo, sin mayor precaución o desconfianza. Es, en parte, un sentimiento de culpa. Es como sentir por primera vez la libertad después de estar muchos años presa. Es palpar la tranquilidad de tu espacio físico. Esa tranquilidad convertida en un mito allá en mi tierra. ¿Cómo no pensar en Honduras? Imposible no traerla hasta mí, imposible no añorarla así: pacífica, pero con su mismo colorido y con la misma calidez. 

Camino con cuidado para no untarme los tenis de mierda de perro. Me encanta pasar con cuidado por los cafés temáticos. Siempre hay un viejito dentro con la pinta de Borges, sin la ceguera, platicando con otro al estilo Cortázar sin la altura. Me obsesiona San Telmo. Me gustan esos edificios con diseños de dragones. No puedo evitar sentir que estoy en algún lugar del centro histórico de Tegucigalpa ahora que retomo la Bolívar. Cada vez doy otro paso analizo seriamente la posibilidad de comprarme una bici. Las pantorrillas de los veinticinco ya me están jodiendo.

Pensaba desviarme un poco el camino para buscar dónde sentarme pero ya falta nada para llegar. Ya me he escapado de caer dos veces. Tampoco puedo pasar comprando un helado porque todo lo que ando en la bolsa son doce pesos. Me animo a llegar porque recordé que dejé unos cubitos de café congelado para hacer granita. Ya estoy hasta la verga de tomar té verde. 

Me resisto al frío. Al unísono que lo maldigo, me revienta en el cuello una corriente de aire que lo tira todo para el frente. Ni siquiera tengo la voluntad de acomodarlo. Tampoco quería que llegara la calle donde está mi hogar temporal. Tenía ganas de seguir caminando cuesta arriba, mucho más arriba, hasta llegar a Juticalpa, comprarme un tamal y beber tamarindo para la sed. Darle un abrazo a mi madre, a mi hermana y echarme a dormir hasta despertar del sueño. 

Por fin doblo en la esquina y no hace falta limpiarme la lágrima, el ventorral la secó antes. Dos hombres con la típica pinta porteña van frente a mí.

-Che, qué frío de mierda.- le dice un treintañero regordete al otro más estilizado. 
- El conchudo de Macri...- responde.
- ¿Eh?
- Hasta la primavera sufrió el ajuste.- se ríen los dos y yo atrás, con ellos. 

Ya protegida de los vientos huracanados, tiro las llaves el abrigo y saco de la nevera los cubos de café hondureño y la leche. Mientras licuaba el invento, gugleo el pronóstico del tiempo. Todo indica que seguirá el miserable frío por unos cuantos días más. Tacho en el calendario ahí mismo donde dice que saldrá el sol todo el día, ahí donde promete mínimas de 20. Es ese mismo día que, estoy segura, se irá también, junto él, toda la tristeza rezagada. Las ganas de salir corriendo o de quedarme para siempre. He decretado que ese mismo día que llegue la primavera, que se asiente el sol, sin reparo, también vendrá desde lejos, esa extraña manera de levantarme y encontrar fuerzas donde menos lo imagino. 

Mientras tanto me tomo la grana de café de palo de Culmí y abro un poquito la ventana, pa decirle al frío que ya no le tengo miedo, que lo enfrento como quien seduce sus males al tiempo que los despide.