miércoles, 28 de enero de 2015

EL CAMINO DE LA NEBULOSA

Ya no puedo levantarme hasta tarde. Llevo diecisiete noches sin dormir bien y casi nunca me da sueño durante el día. Mi cerebro simplemente se hartó del ocio y me lo dice a gritos desesperados. Por ratos Cortázar me quita el malestar, después busco otro e-book –gratis- en el playstore y ninguno me engancha. Descargo películas que veo antes de ir a la cama, a batallar con el insomnio, a pensar en la trama, a imaginar los personajes con un ligero cambio en la historia, acomodarlos a mi manera. Cualquier excusa es buena para no pensar en mí.

Entonces, justo cuatro días antes de cumplir veinticuatro eneros, soñé despierta con una nube de polvo difusa, enorme y de mil colores imposibles, majestuosidad inmensurable; me mostraba dos direcciones, ambas eran vagas, borrosas, señoriales. Las dos causaban el mismo nivel de ansiedad, como esos viajes astrales que no he vuelto a tener por despistada. Pero yo quería adentrarme a ese camino. 

Lo supe enseguida. No tuve que cerrar los ojos y contar de tin marín. No tuve que hacer repaso de mi infancia o de mis traumas para darme cuenta. Mi camino lo conozco desde que me percaté del cielo y del aire. Así que por ese instante tomé uno y jamás me sentí tan segura en la vida.

Me senté a la mesa. Busqué en mi computadora vieja unas ochentaicinco páginas olvidadas de Word, unas 41,200 palabras. Leí la primera línea, me gustó. Bajé hasta la segunda página y no soporté. Seleccioné todo y no dudé en apretar DELETE. Ese ya no era mi libro, esos cuatro capítulos que una vez destrozó el ojo de un escritorcillo envidioso que después de cinco años sigue afanado promocionando un texto más aburrido que el Evangelio según San Juan. Ya era otra y tenía otra historia que contar.

En el mismo documento escribí esa primera línea. Al instante cumplí dieciocho otra vez. Golpeando teclas como energúmena, sintiéndome de roca, bizarra y sin duda. Con el entusiasmo que dan por primera vez unas manos ajenas cuando tocan el cuerpo de un adolescente desbordante de hormonas. Me sentí viva, me sentí en la nebulosa sonriente tomando la dirección correcta.

Cada página me parecía impetuosa. No hice un boceto. No apunté nada en mi libreta. Todo como río sin caudal, todo despeinado y sin mayor guía que los destellos en mi haragán cerebro. Todo estaba archivado en mi mente, como lava ansiosa por salir de un volcán. Yo iba erupcionada feliz hasta que el quinto folio me detuvo. Respiré y me troné los dedos. Estiré las piernas y me dio por leer lo que recién escribí. Me quedé un rato en blanco. Agarré mi celular, revisé los mensajes pero mi concentración se fue por el caño, hasta para responder a un saludo. 

Volví a la laptop y tuve una hemorragia interna de timidez. Sentí el rojo en mis mejillas y la encrespadura de los pelitos en mis brazos. Estaba escribiendo exactamente lo mismo de hace años, con mejor sintaxis y mejor ortografía, por supuesto, pero con la misma idea, con el mismo argumento que exige salir de una vez por todas, cual si fuera un poseído implorando un exorcismo.


No hizo falta una limpia con ruda para espantar a mis demonios. Hice un trato con ellos y me dejaron volver a escribir. La nebulosa con todo y la incertidumbre que propaga me dio la respuesta y la tomé encantada aunque con leves espasmos de histeria e inseguridad. Tal como ocurre cuando el amor llega, así metiche, así intenso, así timador. Me sentí como el espíritu loco que describe Montero refiriéndose a Tolstoi. Creyendo impávida en lo que amo y en lo que debo hacer. 

Volví a escribir y volví a enamorarme como adolescente. Remembrando aquel primer beso baboso cuando niña o aquella vez hace unos días, aferrada a un espejo, haciendo el amor de pie. Todo se destila en lo que escribo, cada recuerdo del pasado y del futuro está ahí metido, impaciente por ser contado, satisfecho de darme la felicidad que un día creí perdida. 

domingo, 4 de enero de 2015

LA SANTA INDECISIÓN

La promoción decía 3×100. Hice un estimado automático de mi saldo. Pensé que me podría ajustar para comprar las 12 películas, todas piratas y grabadas en alta calidad. Cuando le di mi tarjeta a la cajera dudé un poco. "¿Y si me falta?" Recordé los últimos gastos: cenas, gasolina, un blazer blanco, un vestido que sigue embolsado, un ebook y un par de aritos azules que seguramente perderé en menos de un mes. Sentí la viva adrenalina.
-No deberías gastar lo último que te queda en la cuenta.- me regañó el super yo. 

Cuando finalmente pasó y salió el recibo, respiré y después me angustié. Recordé porqué estoy más pobre que nunca. Se me enredaron más las tripas y me dio un fugaz ataque de cólera. Tan solo es uno de los síntomas por no recibir el salario cuando es debido. Respirá otra vez.

Pero cuando tuve el repertorio de cintas en mi mano, me imaginé tirada en el sofá con las piernas arriba y con un plato de chips con queso y jalapeño al lado, siendo feliz mientras aplaco la depresión por estar en la quiebra y por otras desventuras un poco menos dantescas. Oh! diosa pereza, bienvenida seas.

No es que me importe tanto el dinero, al contrario, me irrita y me estorba, por eso lo gasto. Tampoco me interesa hacer una cronología financiera para averiguar a dónde se fueron mis ahorros. Por suerte nadie más se moriría de hambre si yo me muero de hambre.

Comencé a leer el libro que compré en el Play Store. “Gone Girl”, de Gillian Flynn, el primer libro en inglés que leí después de la fatídica trilogía de las “Fifty Shades of Gray”, un maratónico fin de semana de literatura pornográfica que me dejó acidez estomacal y una lección memorizada para decirle algún día a un gringo -en su propio idioma- cómo debería hacerme el sexo oral paso a paso.

Este libro es –por kilómetros- más entretenido y menos pretensioso que las aventuras del metrosexual, sádico y edípico de Christian Grey. Toca para mí, dos de mis temas favoritos: el amor y la locura. De cómo es imposible que uno sobreviva sin el otro. De cómo se acaba una relación cuando empezamos a ser racionales. De cómo nos esmeramos por aparentar ante el mundo –nuestro mundo exterior-algo que ni por cerca somos.

Antes de llegar a la mitad, llegó Julio y vimos la película juntos. Me intrigó conocer más sobre ella, Amy. No hay página que pase y no la odie o no la comprenda o no me identifique con ella. Más allá de la gran actuación de Rosamund Pike, la Amy de la película no le hace justicia a la Amy del libro, tal como suele suceder…

¿Qué hay de malo en querer desaparecer de  vez en cuando? Elegir perderse un rato y no precisamente para enloquecer una comunidad entera, inculpar a tu pareja y hacerle entender que nadie más podría hacerle más feliz que vos. Es tan necesario desaparecer como es necesario ir al baño o alimentarnos o masturbarnos. 

Vivir en constante encarcelamiento mental es más perjudicial que estar encadenado en el Castillo de If con Edmundo Dantés, cazando insectos para sobrevivir.
Esa cárcel donde nos aprisionaron incluso antes de nacer es de la que hay que liberarse para no caer en la muerte temprana. Esa que te conduce en piloto automático hacia el cementerio. Hay que ser prófugos de nuestra propia vida para sobrevivirse.

Más que ofuscada, no tener un peso en el banco es una manera de sentirse liberada. No saber qué putas hacer con tu vida es como volver a sentirte en la primera etapa de tu adolescencia cuando te urge ser adulta para sentirte libre. Pero esta vez no te urge cumplir más años sino ahorrar el tiempo que todavía te queda en la cuenta de cheques.

Es como estar sentada frente a una mesa llena de postres y no tener una puta idea de cuál elegir. Sólo se vale uno, te advierte el chef. Pero si no me gusta del que agarro podría tomar otro… ¡sólo uno! Te grita el chef. Aquí no se vale el berrinche, ni cuenta la sonrisa, ni la bondad o la ayuda de san Miguel arcángel, te llevás un pastel nada más.

Mientras decido, se agotan las páginas del libro y yo sigo tan perdida como the amazing Amy. Se agota el gas, el internet y el ajuste para comprar más caprichos.

La vida en este pueblo transcurre tan lenta. "Me recuerda a Macondo", me decía Claudia el otro día. A mí sólo me recuerda a mi vejez. A mi futuro en la quinta dimensión. Disfrutando del cielo cuando se pone estrellado, de una buena lectura, del buen cine, de una buena canción, extrañando a quien amo y a la vez sentirlo dentro de mí.
 
Cada mañana que despierto aquí, se acentúan las ganas de quedarme para siempre. Comer panqueques, tajadas con carne asada, tomar cerveza y escribir mis frustraciones hasta enloquecer y salir rodando. Cada noche que me acuesto aquí, se me quitan todas esas ganas. Me basta extrañar el movimiento y el caos, a dejar la pereza en exclusiva para los sábados. A escribir en una hoja como lo haría cualquier persona común y corriente, una lista de mis cosas más urgentes, de todo lo que está pendiente y hasta de lo que nunca tendré ganas de hacer.

A elegir –aunque mucho cueste- la mejor versión de mí, la que yo quiero y no la que ellos esperan. Elegir para lo que nací y con lo que me voy a morir. ¿Habrá en la vida mejor regalo que decidir nuestra propia fortuna y lo non grata desgracia?