domingo, 1 de noviembre de 2015

NO ES UNA NOTA SUICIDA

Esta tarde llegué justo a la hora de la muerte. Recién me fui un poco muerta a rodar por ahí, ahora ya me he convertido en la Catrina de los lamentos.

Tengo derecho a quejarme, incluso cuando no hay motivos o cuando hay todos los motivos. Se viene un extraño placer cuando hay dolor pero cuando llega el vacío, también llega la muerte.

Me voy a permitir ser la calavera garbancera aunque corra el riesgo de acostumbrarme o a cansarme de serlo. Aquí no hay más. Lo sé, tantas veces lo dijimos. "Se acabó. Adiós, que te vaya bien. No sirve. Te amo, pero... Ciao. Imbécil. No te creo."

Sólo cuando se ve desde arriba, se aprecia el camino, es cierto, ya era muchísimo antes y ahora sí ya fue demasiado. Tampoco es que ayer no lo hubiera sabido, pero ya se agotaron las vendas. Los argumentos. Las excusas. La necedad. Tuvo que pasar el cataclismo para avistar mejor las heridas y son muchas, son profundas de este lado.

Tanto que me he muerto, por eso es imposible el regreso. "Te extraño. Hay que tratar una vez más. Abrime la puerta." No. No se puede ir a hablar con una muerta. Y no, no se puede ir a hacerle el amor a una calaca. Yo, ya no estoy.

Y como ya no estoy, puedo estar en cualquier lado. Pero ahorita, justo en este momento, quiero estar con mi cuerpo inerte. Voy a elegir mi cama como tumba. Las luces de Teguz van a ser el purgatorio, versión bonito sin dejar de ser amenzante. Voy a estar sola en mi vela, sin mayor compañía y rezadoras que la película hondureña que están pasando por el cable, para poder morir de total decepción. Causa de muerte: Asfixiada por el mal de amor y por el mal cine de su país. Que pongan eso mismo en la lápida.

Cada noche aprecio más el silencio. Si bien, he ido falleciendo con cada amanecer, ahorita que soy un zombie inofensivo, tengo más tiempo para ocuparme en las cosas que se disfrazan de importantes, como el trabajo, por ejemplo. He contado los últimos días tantas líneas blancas de carretera que cuando cierro los ojos para sacar algún recuerdo de archivo, se dibujan unas  miles y se distrae el bibliotecario. Esa también es una de las ventajas de estar muerta: la distracción.

Con esto no quiero que él se hinche de soberbia, como ya es su costumbre. Si estuve mal fue por sus golpes, si estuve peor fue por mis propias decisiones. Ay, el ego que nos coge sin misericordia.
La era de culpar y señalar quedó allá en la tierra del olvido. Las culpas están muy bien distribuidas, aceptadas o negadas. Y si me estoy dando el lujo de morir es porque tengo la certeza que voy a resucitar... pero muy lejos de su boca mortífera.

Cuando se quiere de esa manera a un monstruo, se corre el fuerte peligro de convertirse en uno. Por eso es mejor partirse en pedazos antes de cometer la infamia de dañar a quien amás. Antes de que crean que sos igual que ellos por seguir allí, inmune, sin mecanismos de defensa, esperando otro golpe a puño limpio. Eso ya fue. Aquí no queda más.

Encima de todo, ha costado más contener las ganas... pero ahora, finalmente se han esfumado, quizás por eso ya me resigné. Me llevó la muerte y atrás se quedaron mis rodillas resquebrajadas cuando sus besos, cuando su olor, cuando su boca me trastocaban hasta la fibra más minúscula del cuerpo. Y si eso ya no está, ya no hay nada. Ya no estamos. Estamos extintos. 

Es raro, pero queda una sensación de alivio y hasta de paz cuando sabés que ya no hay marcha atrás. Ya no vas a ser la que fuiste y ahora tenés la enésima oportunidad de ser una mejor versión de vos. Las dudas siguen ahí, la rabia sigue ahí fraguando en algún momento de la tarde, casi después de almuerzo, pero acá ya se instaló el vacío y los desbancó a todos, incluso a él. Dejame ser una muerta feliz. Prefiero eso a volver a creer una sola de sus mentiras. Eso es morir de a poquito. Eso es brujería de alfileres gruesos. Eso es cualquier cosa menos cariño.

Pero, ay... los reproches me han despertado una pereza mortal y yo preciso de energía para seguir mi proceso de resurrección. Así como las muertas y los muertos necesitan descanso para regresar, yo también tengo que volver a dormir sosegada para estar viva, cuando sea posible.

Por mientras voy a partir por un rato indefinido. Quiero salir de la galaxia, si me dan el chance, por supuesto. Aclaro que no es una nota suicida. Ya ratos me morí pero no había tenido el chance de avisar. La muerte es un poco cansada, y aunque no parece, te absorbe mucho tiempo útil. No es fácil andarse muriendo así como así por la vida.

Esta noche que será interminable, me retiro para seguir durmiendo/muriendo.Voy a disfrutar un rato mi luminoso purgatorio y quizás más tarde, el televisor me acompañe con una propuesta menos despreciable. Estoy realmente cansada. Lo pienso dos veces antes de levantarme para ir a exprimir un par de naranjas a la cocina y evitar un eminente resfriado. ¡Pero ya estoy muerta! Una pinche gripe no me haría nada si soy la Catrina.

Se siente bien morir así, con un pacto especial conmigo misma. Una promesa que sólo yo me podré cumplir. Pero eso sí, ay de mí si dejo que sus manos me vuelvan a tocar. Si yo le abro la puerta de mi casa otra vez, que me entierren parada, por favor. No se puede fallecer dos veces por la misma razón. Es mi deber supremo, entonces, procurar -al menos- morir por algo que sí valga la pena, sin tener que morir.

domingo, 26 de julio de 2015

HASTÍO

El hastío casi nunca es inoportuno. A veces llega en el momento más indicado. Unas dos o tres veces por semana el hastío se duerme y se despierta conmigo. Es como un recordatorio porfiado que me golpea con el dedo índice la cabeza y me dice: ya fue suficiente. Cerrá la puerta con candado y tragate la llave.

Pero lo que no sabe el maldito hastío es que yo puedo ser más tozuda y cabecidura que cualquiera, incluso más que él.

De todas formas, el hastío siempre es bienvenido, sin preguntar quién lo invita, pues al menos de algo o de mucho ha de servir. ¿Qué lo causa? Fácil de adivinar. De por sí vivir en la más grotesca de todas las junglas de este desvergue de mundo, es razón suficiente para caminar con estrés, pero es más que eso, es lo inaudito.

Es lo cotidiano. Es a lo que el cuerpo y el cerebro se van subyugando sin derecho a prórroga. Es aceptar ver la mierda caernos en la espalda. Es agachar la frente, apretar los puños y seguir acumulando rabia para escupirla en el momento menos indicado.

Es la paciencia disfrazada de amiga. Es levantarse de la cama con los párpados pegados para ir a trabajar. Es el deseo inmenso de quedarse tirada viendo películas, comiendo helado con banano y nachos con queso. Es aventurarse al tráfico de la mañana y seguir fantaseando con la cama, la única cosa en la vida que no te juzga, no te reprocha, no te jode.

Es el ruido. Son las voces internas y externas que nunca se van a callar. Es el pito del taxi hijueputa que descaradamente te rebasó y que retumba justo en la amígdala cerebral. Es soportar las tareas con las que no estás de acuerdo. Es andar el yugo en el cuello. Es apretar los dientes para no decirle una grosería a quien te paga un salario. Es depender de ese pinche salario.

Es posponerlo todo. Engavetar los pendientes y pensar que de alguna manera el hada fumada de la suerte los va a resolver con su magia. Es pasarse de pendeja. Es encontrarse en los bares a los mismos idiotas que se creen intelectuales hablando las mismas idioteces con otros idiotas que los hacen creerse intelectuales.

Es estar hasta la verga de todo y todos hasta de lo que no se palpa ni se huele, lo que no existe.
Es esta maldita cultura de mentirosos, cuatreros y malcogidos que te arrastra a ser del montón y a pesar de que al principio te resistís, ahí terminás bebiendo y fumando con ellos en cualquier trinchera.
 
Son las deudas; las materiales y las espirituales. Son los bancos acosando los domingos. Es la novia psicópata y el compañero infiel que le desató la locura. Las abolladuras en el carro y en el corazón.  Son los gustos finos en el arte culinario, es la ajustadilla a fin de mes para pagar la renta. Es seguir comprando libros que sólo te sirven para atrapar el polvo, es seguir comprando ropa que no te ponés porque ya te aburrió salir.

Es aguantarte la pena ajena cuando escuchás el discurso de aquel maje gay más asolapado que John Travolta hablando de lo rico que es cogerse a tres mujeres en una noche. Es soportar a tus amigos pues porque no hay de otra. Es aguantarse una misma porque todavía no es legal la eutanasia en nuestro potrero cinco estrellas, -aunque la muerte sea acá gratis.-

Es la jura, el dictador, la autócrata, los traidores, los arrastrados, los bulliciosos, los valeverguistas, los que arman el conjunto de esta despijencia pavorosa que me receto a diario junto a ocho millones más.

Son las frases culeras como “se saludable”, “tenés que cuidarte”, “es lo mejor para vos”, “que estés bien”, “sin vos no vivo”. Pendejadas así.

Es irse a correr cuatro kilómetros sin parar, para poder respirar. El hastío tiene ese poder de renovarte los pensamientos y reacomodarte las prioridades, aunque mañana volvás a caer en lo mismo.

Es meterte a la ducha por una media hora para pensar en ese que también te hastía pero que te confiere los más increíbles orgasmos. Es ponerse el pijama sin calzones y tirarse a la cama con la mente en blanco. Con el teléfono y los pensamientos en modo silencioso. Concentrada en el techo del cuarto nomás, tarareando una canción que te gusta  hasta caer profundamente en el sueño, sin advertir que mañana lunes podría volver sin previo aviso el incómodo hastío, porque esta noche, todo lo que te importa en la vida es… dormir. 

domingo, 3 de mayo de 2015

El Monstruo


Esa mañana me desperté temprano porque tenía reunión con el trío subversivo contra las fuerzas oscuras que sin aviso previo nos habían dejado deschambadas. Sólo los quecos, los zacundos y el poco aire que se filtra en ese cuarto fueron testigos del enorme esfuerzo que hice para levantarme de la cama. A penas y podía abrir los ojos. Mis párpados pesaban una libra cada uno. La nariz extinta y mi boca más reseca que una pampa en pleno verano.

No había pasado mucho tiempo, pero fue día tras día que la avalancha se venía haciendo más grande y cuando llegó a la categoría infinita, sólo me di la vuelta para dejarla caer en mi espalda. No tenía chance para elegir uno por uno mis nudos para desenredarlos con paciencia, aquello era como sacarle piojos a un murruco, simplemente imposible.

 Dejé que todo se juntara para que me dieran el tiro de gracia. Ya no había más que perder. Ya en el inframundo lo que queda es terminar de ahogar la razón y entregarte  resignada a la oscuridad con los brazos abiertos.

Recién amanecía, así que todavía estaba muy opaco. El espejo que estaba a propósito algo escondido no me alcanzó a ver. Me quité la ropa, con toalla en mano y con mucha dificultad para ver, entré al baño y al unísono de la ducha, cayeron en cascada las últimas lágrimas.

De pronto todo aquello me pareció tan risible. Se lo atribuyo a los rayos del sol, que ahora me daban directo a la cara y me recordaban que ya era el momento de salir, de escurrir los mocos y olvidar.
Me puse cualquier ropa en un destello. Por suerte el pelo estaba apacible y no ocupó mayor ayuda. Cuando el raciocinio empezó a entrar por goteras a mi cabeza, me dio por ponerme una crema humectante en la cara. Busqué el espejo antes de la crema y mientras miraba en la gaveta, mi reflejo se colaba por la vista periférica. Mi reacción fue seguir buscando dentro para no voltear a ver, justo pasa eso cuando te encontrás a alguien y no lo querés saludar, pero el maje se te acerca con la mirada insistente, y ni modo, te resolvés a verlo.

Aquella imagen me impactó demasiado y no pude seguir viéndola por más de tres segundos. Una oleada de cólera se apoderó de mi estómago. Tenía la cara de Rocky Balboa al final de aquella pelea épica. Incluso se veía peor. Parecía un tubérculo rellenado de bótox. Más hinchada que la preeclampsia misma.

A la cólera sólo la pudo aplacar el miedo y la vergüenza. El miedo era por no reconocerme en ese rostro y la vergüenza por creer que estaba exagerando. “¿Vale la pena este drama para llegar a este nivel de explosión cerebrocraneal?” pero no era minúsculo lo que había pasado y al fin lo entendí.
Me senté en la esquina de la cama. No iba a permitir que nadie me viera así. Agarré el télefono. Google. Ojos hinchados. Cucharas congeladas. Pepinos. Hielo y mucha agua. Eran solo unas de las opciones. Y justo antes de ir a buscarlas, puse la cámara, me tomé un selfie y con todo el afán de recriminarte y hacerte sentir un cuarto de miserable de lo que me sentía yo, te mandé la foto. Una prueba oficial del cadáver. Una fotografía de un monstruo, el más triste y patético que jamás hayas visto.

Cuanto más trascurrían las afanosos horas de aquel afanoso día, la afanosa hinchazón cedía. Manejé como flash al punto de espera con un ojo tapado por la cuchara helada. Mientras trascurría otra batalla en una pantallita de mierda, mi cara volvía a la normalidad, pero la ira seguía intacta. Como suele pasar en momentos de crisis, busco mecanismos de defensa efectivos para no darme el lujo de perder la cordura por completo.

Así que puse música y el día mejoró.

Pero pensaste que no me dolía, que no me duele. Que al traspié de volver a besarte, se fueron ahogados en saliva todos los dolores. Te pregunté alguna vez, por qué lo hiciste y no supiste responder. Ahora me da miedo saber.

Qué atrevimiento al decir que para mí no fue tan “importante” como debió serlo. Si pudieras ver -y no precisamente estar- dentro de mí, sabrías que hubo antes un camino largo de frialdad y amores superficiales que me trajeron a vos. Pero asumís saberlo todo de mí y sos muy tonto para entenderlo.
Ahora ese monstruo al Rocky style no ha vuelto a encarnarse en mí, por dicha, o por escases de líquido lagrimal o porque simplemente ya no me da chance y prefiero dormir. Aunque razones no me faltan, aún tengo latentes el monstruo de la duda, de la desconfianza, del deseo.

El invencible monstruo de la mentira que se interpuso en esto que llamábamos REAL.
El monstruo que se aparece de vez en cuando en vos para lanzar flechazos que siguen doliendo acá.
El monstruo de la espera, que me mantiene a mitad de camino para ofrecerte mi alma tijereada.


Todos ellos muy grandes y terroríficos, se han topado con los tuyos, con los ajenos, que son cientos y son gigantescos, pero nada comparados con el monstruo de las ganas que todavía me dan de amanecer abrazada a vos con tus manos asidas a mis caderas, con ese olor de los dos que parece encantar a la cobra más venenosa. 

Es ese mismo que en forma de mantra me aseguran que un día vendrá la paz que tanto añoramos, incluso si tomamos caminos distintos.

martes, 31 de marzo de 2015

Je t’aime


Voy a salirme de mi cuerpo un  rato. El tiempo suficiente para verme detenidamente desde afuera y sacarme plática para averiguar ciertas cosas que todavía no me atrevo a decirme.

No es que sea tímida conmigo, es solo que a veces es más cómodo sentir que alguien te escucha. El verbo escuchar se ha vuelto un tanto anticuado últimamente. Tampoco es que preciso de un loquero ni de humos psicoactivos. Estoy lista para hablar conmigo.

Esta vez no hay recursos estilísticos que valgan, ni hay metáfora que exprese algo tan simple como verse al espejo desnuda y decirse un par de verdades.

Después de una terrible explosión solo quedan los escombros y los cuerpos desmembrados, llenos de polvo y sangre. Ya ha pasado la peor parte; atrás quedó el caos, pero quedó el desorden y la muerte… pero no tu muerte. Se murió algo de vos, pero no estás muerta.

Te has sentido tan a verga de todo que lo único que te motiva es estar postrada en una cama viendo películas piratas, comiendo pizza helada y evitando cualquier conexión electrónica directa -móvil y datos- con la infausta realidad, pero ya ese caprichito no te lo podés permitir. “Estar triste sólo es un lujo para los ricos, nosotros los pobres tenemos que trabajar”, me dijo hace unas semanas doña Vertila, mientras la entrevistaba en la calle.

Ya fue el berrinche, el pataleo y el río salado. Después de de un gancho al hígado y la cara de Rocky al final de la gran pelea, ya sabés que no hay marcha atrás. Eso no puede pasar otra vez y lo sabés, no al menos en el mismo ring de boxeo.

Empecemos a acomodar las piezas y pará ese trompo que tenés por cerebro. Hay cosas más urgentes qué resolver pero esto no es menos importante.

Te decidiste finalmente, totalmente, entregarte a unas manos y éstas sin medirlo, sin la mínima consideración te destruyeron. No fue tu culpa, ni siquiera fue culpa de esas manos, ellas no te persuadieron para que te entregaras, fue tu voluntad y ahora tenés que reivindicar esa voluntad.
Yo me acuerdo cuando volabas. Aprendamos a volar otra vez porque yo sé que eso te encanta. Todavía te conozco. Aún queda algo de vos. Amarrate bien esas alas y ya no las andés dejando por ahí botadas. Recojamos todo. Acomodemos y midamos a ver qué tal sopla el viento para abrir la ventana y empezar de nuevo.

Ahora tenés igual de rayadas las rodillas y el alma pero seguís siendo linda ante el espejo y ante tus ojos.

Vamos a reincorporar la palabra olvido a nuestro vocabulario. La lección del semestre fue aprendida y es hora de seguir el camino. Había dejado en el tintero lo valiente que eras porque estabas ocupada en tu versión de vidrio, pero ahorita me gusta quien sos. Puedo notar que has cambiado, lo notan ellos, ¿lo has notado vos?

Ya pasó la pereza y la autocompasión. Allá afuera hay mucho qué hacer. Vamos a meter ese monstruo de la traición en un armario y vas a sacarlo para quien merezca en serio tu amor. Ya es momento de avanzar, andar con una certeza sola: nadie te va a querer como yo, por eso es imposible dejarte sola. Vamos, antes de que nos agarre otro estampido que nos rompa las alas.

miércoles, 28 de enero de 2015

EL CAMINO DE LA NEBULOSA

Ya no puedo levantarme hasta tarde. Llevo diecisiete noches sin dormir bien y casi nunca me da sueño durante el día. Mi cerebro simplemente se hartó del ocio y me lo dice a gritos desesperados. Por ratos Cortázar me quita el malestar, después busco otro e-book –gratis- en el playstore y ninguno me engancha. Descargo películas que veo antes de ir a la cama, a batallar con el insomnio, a pensar en la trama, a imaginar los personajes con un ligero cambio en la historia, acomodarlos a mi manera. Cualquier excusa es buena para no pensar en mí.

Entonces, justo cuatro días antes de cumplir veinticuatro eneros, soñé despierta con una nube de polvo difusa, enorme y de mil colores imposibles, majestuosidad inmensurable; me mostraba dos direcciones, ambas eran vagas, borrosas, señoriales. Las dos causaban el mismo nivel de ansiedad, como esos viajes astrales que no he vuelto a tener por despistada. Pero yo quería adentrarme a ese camino. 

Lo supe enseguida. No tuve que cerrar los ojos y contar de tin marín. No tuve que hacer repaso de mi infancia o de mis traumas para darme cuenta. Mi camino lo conozco desde que me percaté del cielo y del aire. Así que por ese instante tomé uno y jamás me sentí tan segura en la vida.

Me senté a la mesa. Busqué en mi computadora vieja unas ochentaicinco páginas olvidadas de Word, unas 41,200 palabras. Leí la primera línea, me gustó. Bajé hasta la segunda página y no soporté. Seleccioné todo y no dudé en apretar DELETE. Ese ya no era mi libro, esos cuatro capítulos que una vez destrozó el ojo de un escritorcillo envidioso que después de cinco años sigue afanado promocionando un texto más aburrido que el Evangelio según San Juan. Ya era otra y tenía otra historia que contar.

En el mismo documento escribí esa primera línea. Al instante cumplí dieciocho otra vez. Golpeando teclas como energúmena, sintiéndome de roca, bizarra y sin duda. Con el entusiasmo que dan por primera vez unas manos ajenas cuando tocan el cuerpo de un adolescente desbordante de hormonas. Me sentí viva, me sentí en la nebulosa sonriente tomando la dirección correcta.

Cada página me parecía impetuosa. No hice un boceto. No apunté nada en mi libreta. Todo como río sin caudal, todo despeinado y sin mayor guía que los destellos en mi haragán cerebro. Todo estaba archivado en mi mente, como lava ansiosa por salir de un volcán. Yo iba erupcionada feliz hasta que el quinto folio me detuvo. Respiré y me troné los dedos. Estiré las piernas y me dio por leer lo que recién escribí. Me quedé un rato en blanco. Agarré mi celular, revisé los mensajes pero mi concentración se fue por el caño, hasta para responder a un saludo. 

Volví a la laptop y tuve una hemorragia interna de timidez. Sentí el rojo en mis mejillas y la encrespadura de los pelitos en mis brazos. Estaba escribiendo exactamente lo mismo de hace años, con mejor sintaxis y mejor ortografía, por supuesto, pero con la misma idea, con el mismo argumento que exige salir de una vez por todas, cual si fuera un poseído implorando un exorcismo.


No hizo falta una limpia con ruda para espantar a mis demonios. Hice un trato con ellos y me dejaron volver a escribir. La nebulosa con todo y la incertidumbre que propaga me dio la respuesta y la tomé encantada aunque con leves espasmos de histeria e inseguridad. Tal como ocurre cuando el amor llega, así metiche, así intenso, así timador. Me sentí como el espíritu loco que describe Montero refiriéndose a Tolstoi. Creyendo impávida en lo que amo y en lo que debo hacer. 

Volví a escribir y volví a enamorarme como adolescente. Remembrando aquel primer beso baboso cuando niña o aquella vez hace unos días, aferrada a un espejo, haciendo el amor de pie. Todo se destila en lo que escribo, cada recuerdo del pasado y del futuro está ahí metido, impaciente por ser contado, satisfecho de darme la felicidad que un día creí perdida. 

domingo, 4 de enero de 2015

LA SANTA INDECISIÓN

La promoción decía 3×100. Hice un estimado automático de mi saldo. Pensé que me podría ajustar para comprar las 12 películas, todas piratas y grabadas en alta calidad. Cuando le di mi tarjeta a la cajera dudé un poco. "¿Y si me falta?" Recordé los últimos gastos: cenas, gasolina, un blazer blanco, un vestido que sigue embolsado, un ebook y un par de aritos azules que seguramente perderé en menos de un mes. Sentí la viva adrenalina.
-No deberías gastar lo último que te queda en la cuenta.- me regañó el super yo. 

Cuando finalmente pasó y salió el recibo, respiré y después me angustié. Recordé porqué estoy más pobre que nunca. Se me enredaron más las tripas y me dio un fugaz ataque de cólera. Tan solo es uno de los síntomas por no recibir el salario cuando es debido. Respirá otra vez.

Pero cuando tuve el repertorio de cintas en mi mano, me imaginé tirada en el sofá con las piernas arriba y con un plato de chips con queso y jalapeño al lado, siendo feliz mientras aplaco la depresión por estar en la quiebra y por otras desventuras un poco menos dantescas. Oh! diosa pereza, bienvenida seas.

No es que me importe tanto el dinero, al contrario, me irrita y me estorba, por eso lo gasto. Tampoco me interesa hacer una cronología financiera para averiguar a dónde se fueron mis ahorros. Por suerte nadie más se moriría de hambre si yo me muero de hambre.

Comencé a leer el libro que compré en el Play Store. “Gone Girl”, de Gillian Flynn, el primer libro en inglés que leí después de la fatídica trilogía de las “Fifty Shades of Gray”, un maratónico fin de semana de literatura pornográfica que me dejó acidez estomacal y una lección memorizada para decirle algún día a un gringo -en su propio idioma- cómo debería hacerme el sexo oral paso a paso.

Este libro es –por kilómetros- más entretenido y menos pretensioso que las aventuras del metrosexual, sádico y edípico de Christian Grey. Toca para mí, dos de mis temas favoritos: el amor y la locura. De cómo es imposible que uno sobreviva sin el otro. De cómo se acaba una relación cuando empezamos a ser racionales. De cómo nos esmeramos por aparentar ante el mundo –nuestro mundo exterior-algo que ni por cerca somos.

Antes de llegar a la mitad, llegó Julio y vimos la película juntos. Me intrigó conocer más sobre ella, Amy. No hay página que pase y no la odie o no la comprenda o no me identifique con ella. Más allá de la gran actuación de Rosamund Pike, la Amy de la película no le hace justicia a la Amy del libro, tal como suele suceder…

¿Qué hay de malo en querer desaparecer de  vez en cuando? Elegir perderse un rato y no precisamente para enloquecer una comunidad entera, inculpar a tu pareja y hacerle entender que nadie más podría hacerle más feliz que vos. Es tan necesario desaparecer como es necesario ir al baño o alimentarnos o masturbarnos. 

Vivir en constante encarcelamiento mental es más perjudicial que estar encadenado en el Castillo de If con Edmundo Dantés, cazando insectos para sobrevivir.
Esa cárcel donde nos aprisionaron incluso antes de nacer es de la que hay que liberarse para no caer en la muerte temprana. Esa que te conduce en piloto automático hacia el cementerio. Hay que ser prófugos de nuestra propia vida para sobrevivirse.

Más que ofuscada, no tener un peso en el banco es una manera de sentirse liberada. No saber qué putas hacer con tu vida es como volver a sentirte en la primera etapa de tu adolescencia cuando te urge ser adulta para sentirte libre. Pero esta vez no te urge cumplir más años sino ahorrar el tiempo que todavía te queda en la cuenta de cheques.

Es como estar sentada frente a una mesa llena de postres y no tener una puta idea de cuál elegir. Sólo se vale uno, te advierte el chef. Pero si no me gusta del que agarro podría tomar otro… ¡sólo uno! Te grita el chef. Aquí no se vale el berrinche, ni cuenta la sonrisa, ni la bondad o la ayuda de san Miguel arcángel, te llevás un pastel nada más.

Mientras decido, se agotan las páginas del libro y yo sigo tan perdida como the amazing Amy. Se agota el gas, el internet y el ajuste para comprar más caprichos.

La vida en este pueblo transcurre tan lenta. "Me recuerda a Macondo", me decía Claudia el otro día. A mí sólo me recuerda a mi vejez. A mi futuro en la quinta dimensión. Disfrutando del cielo cuando se pone estrellado, de una buena lectura, del buen cine, de una buena canción, extrañando a quien amo y a la vez sentirlo dentro de mí.
 
Cada mañana que despierto aquí, se acentúan las ganas de quedarme para siempre. Comer panqueques, tajadas con carne asada, tomar cerveza y escribir mis frustraciones hasta enloquecer y salir rodando. Cada noche que me acuesto aquí, se me quitan todas esas ganas. Me basta extrañar el movimiento y el caos, a dejar la pereza en exclusiva para los sábados. A escribir en una hoja como lo haría cualquier persona común y corriente, una lista de mis cosas más urgentes, de todo lo que está pendiente y hasta de lo que nunca tendré ganas de hacer.

A elegir –aunque mucho cueste- la mejor versión de mí, la que yo quiero y no la que ellos esperan. Elegir para lo que nací y con lo que me voy a morir. ¿Habrá en la vida mejor regalo que decidir nuestra propia fortuna y lo non grata desgracia?