martes, 14 de junio de 2016

LOS DÍAS NUESTROS


Casi todos los días salía de trabajar a esta hora. En la playlist lo mismo de siempre y a todo motor. Me desabotonaba la camisa y los jeans para no sentir tan pesada la próxima hora de tráfico. Casi siempre me iba despacio al cruzar el puente para sacarle una foto al atardecer. Iba pensando en lo que cenaríamos esa noche mientras Adele se desgarraba el galillo y el taxista chuco de atrás me hacía ojitos para darle la pasada. Estaba loca por verte. Tanto que olvidé lo bien que se sentía llegar sola a casa después de correr seis kilómetros, prepararme cualquier cosa, ducharme con agua fría y tirarme exhausta a la cama.

Cuando llegaste no solo cambió mi horario. Me creció la panza, la refri se puso más llena, descubrí que tenía una cocina y un comedor escondido entre la alfombra de yoga y las cortinas rosadas de la sala, esas que quitaste porque dijiste que eran muy claras. Tan pronto como te sentiste cómodo quitándome mi lado de la cama, yo me fui acostumbrando a dormir en tu pecho y a rodearte con mi pierna. Vos te dedicaste a roncar y echarme pedos. Hubo noches en los que deseé tirarte al piso de un codazo pero extrañarte era peor cuando decidías quedarte en tu casa.

Me has faltado todas las noches desde que me fui, me faltás en aquella especie de cueva donde sólo existíamos los dos. En los atardeceres que se filtraban en la ventana, ya no puedo recordar cómo eran en ese espacio antes de vos. Pienso en aquel cuarto y te pienso a vos. En tu cara de loco tratando de explicarme una de tus teorías filosóficas-esotéricas que sólo vos entendés. No recuerdo si alguna vez te lo dije, pero a veces ni siquiera te escuchaba por estarte viendo los colochos que se alteraban según tus gestos. Están esos días tan cercanos que puedo cerrar los ojos y ver todo ahí, en su lugar. Nuestra ropa tirada y revuelta por todos lados. Tus collares, el tabaco, la moña y el encendedor en el anaquel. Mis quijadas entumecidas de tanto reír, mi celular en el piso, vos con tu falda y tu complejo de perro correteándome para atacarme a mordidas. Tus duchas de agua hirviendo, tu estúpida broma de pararte en la puerta del baño para verme cagar. Tu expresión diabólica cuando pelábamos, tus tortillas de quesillo con blue cheese. Todo sigue ahí, intacto.

Éramos los dos, sólo los dos y nadie más en ese cuartito, ahí metidos, quitándonos el tiempo, intercambiando fluidos, recuerdos y tantas cosas más.
Así quiero tenerte, así voy a recordarte. Sintiéndonos felices y en casa. Como aquella noche que llegamos por asalto a una morada en pleno monte. Todo se miraba clarito por esa enorme luna. A penas y nos conocíamos pero nos desnudamos en todas las formas y en todos los sentidos. Después nos hicimos el amor con la misma fanfarria y dulzura que se mira en esas novelas venezolanas de tu época que fijo viste y hoy no querés admitir.

Te amo. Y aquí no hay peros, ni hay llantos, ni reproches. Te amo y yo sé que vos me amás. Aunque no estemos ni seamos. Aunque por ratos nos tiremos balas envenenadas que se deslizan después entre tanta miel y cursilería. Hoy sólo te traje hasta este frío de mierda que ya me va acostumbrando a estar sin vos.

Te he extrañado cada día, pero nunca como hoy. No así con tanto desespero. Tanto que ya me aburrí de sentirlo. Tanto que ahora la ausencia empieza a enseñarme nuevos caminos. Esos donde ya no te veo esperando ni sonriendo, pero siempre ahí.

Mi loco de mierda, mi amor, mi Jon Snow -versión piel canela-. Si te vuelvo a decir que te extraño es porque es cierto. Creelo porque tal vez ya no lo diga más. Quizás en una realidad alterna todavía estemos dormidos, cenando baleadas o una de tus deliciosas brusquetas, agitados y sudados, viendo algún atardecer en aquella cueva. Midiéndonos a ver quién es más ridículo. Mientras tanto te abrazo y te beso desde un cuartito helado en el fin del mundo. Esperando verte pronto para ahogar tantas ganas o para despijarnos como se debe, con una cerveza, un porro y una cogida.

Y si no, pues para no hacer más drama, espero al menos encontrar una técnica efectiva para no pensarte tanto y continuar en mis cosas, leyendo, caminando, descubriendo, peleando con oficinistas públicas, cualquier cosa que me prohíba escribir boludeces como estas.

Te amo, mi corazón.

Hasta siempre. 

miércoles, 8 de junio de 2016

ESCRIBIDORA

Esta mañana me dio por ir a tomarme un café con mi computadora. Quise aprovechar un poco del tiempo libre para escribir un relato que he andado desde hace unos días en la cabeza. Para hacerle honor al cliché, me fui a uno de esos lugares hipsters, con un café pasable y un budín de limón recién horneado. Noventaitrés pesos y cincuenta minutos después, solo había logrado escribir tres líneas.

Recurrí a la vieja técnica de bosquejar en otra pagina lo que quería decir, pero me enredé en tornillo de palabrerías sin sentido que ni si quiera yo entendía. Me regañé, me desairé y me emputé. Me distraje un rato en la “vida real”, me terminé ese capuccino anodino y como si le estuviera insistiendo a un amor, me puse seria y me concentré en escribir.

Terminé el párrafo y me detuve. ¿Qué mierda te pasa? Leete. Estás escribiendo como cuando tenías dieciocho. No, miento, cuando tenías dieciocho escribías mucho mejor que ahora. Nada te inhibía, todo era escribible. Cero pretensiosa. Ahora sos un ramillete de muros y dudas. Comenzá de nuevo.

Borré todo y empecé otra vez. Recordé la semana pasada cuando estuve tratando de escribir una reflexión para una clase. Tenía mil ideas para comenzar, escribí un párrafo y me gustó tanto que no quise cagarla escribiendo un segundo que acabara con mi optimismo, pero lo tenía claro. Sin embargo, este relato de mierda que me anduvo siguiendo día y noche, no se dejaba escribir.

Claro, no es igual redactar un examen final sobre el papel de América Latina en la formación del mundo moderno que describir a una persona que no te agrada y de la que poco te acordás. En otro momento sería más fácil escribir el pinche relato y dejar que el ensayo te aturda del todo la psiquis.

Empecé a ahogarme en la autocompasión: es la tos. Es el cansancio. Son los estragos de la goma. Es la falta de sexo que no te lleva suficiente sangre al cerebro y no te deja fluir las ideas. Es el estrés de haber dejado, tu país, tu familia, tus amigos, tu vida. Es todo menos tu mediocridad.

Escribí casi el mismo párrafo anterior, cuidé mi excesiva, maniática y desfachatada maña de usar tantos adjetivos... y me sentí exhausta.

Más allá de sus gestos torpes, su tartamudeo ocasional y su evidente inseguridad física, me agradaba su manera elegante de caminar. Moviendo el culo de un lado a otro, exponiendo su cuello de lora, cantando siempre, realzando la cabeza como si fuera la reina de su propio mundo. Tenía un cierto rastro de oscuridad y crudeza en sus palabras pero su casi imperceptible voz daba la impresión de un alma dulce y comprensiva que rompía de golpe con sus rimbombantes carcajadas de bruja medieval.

 Ese no puede ser un principio. Tal vez ni siquiera se parece a quien quiero describir. Es que me cuesta observarla ahora en mi cabeza. Pasé casi un año al lado de ella y simplemente dejé de observarla. De ni siquiera interesarme en darle los buenos días. ¿Cómo voy a detallar con exactitud?
Tenía la urgencia de escribir algo coherente. Me pegaba en la frente, me desacomodaba el pelo una y otra vez. En frente tenía a un viejito leyendo el periódico que por momentos me decía “¿eh?”, porque creía que le estaba hablando a él. Creo que nunca me había costado tanto arrancar a escribir. Empecé por disparar palabras para llenar los espacios. Y me tropecé con un chapsuy de ideas que llegaron a cualquier otro puerto menos al mío.

En parte, gracias ella creo menos en esa premisa absurda del feminismo que te dice hay que apoyar, aceptar y querer a todas las mujeres por su simple condición de mujer. No me jodan con eso, en este mundo de impares así como hay malos hombres, también han existido, existen y seguirán existiendo mujeres de mierda.

Ya basta de escribir lo que pensás, tu desprecio, tu sarcasmo, tu falso desinterés hacia la vida. ¡A nadie le importa, carajo! Sólo ahorrate los rodeos y escribilo exactito como lo tenés en la cabeza. Sin tanto adorno ni barnices. Sólo escribí, por la concha de la lora, escribí. 


Me sentí frustrada. Guardé mis cosas y me fui. De camino a casa venía pensando en que quizás no era un relato ni un ensayo alegórico al ego que debían ser escritos como todos los demás, o sólo era mi superyó tratando de evitar que tocara susceptibilidades ajenas, o tal vez solo estoy cayendo en cuenta que hace tiempo me puse la camisa de escribidora, esa que se acomodó en la cueva de crear “cuando sobra el tiempo” o escribir porque es necesario liberar espacio. Esa maje a la que ya casi se le olvida ese impulso primario que es escribir.