domingo, 8 de mayo de 2016

ABSTINENCIA


Por lo general siempre es invitada, –no es mi caso- y después no hayás como correrla del cuarto. Hay veces que llega como intrusa, autócrata, insolente a sentarse a tu cama. A verte con esa cara malévola que tienen los que disfrutan el dolor ajeno. La abstinencia es así de impredecible, así de fregada, así de buena maestra.

Todavía no estoy en la etapa de la tembladera y las uñas comidas. No tendría pisto para hacer cita en alguna clínica para obsesivos, por eso escribo. Pero vení, mejor contame vos, ¿a qué sos adicto? ¿A la mota, a la coca, a las pastillas, a la piedra, al ron, a la fiesta, a los asados, al café, al sexo oral, a las locas, a los orgasmos, a la comida, a las historias imposibles, a las modas, al tabaco, al amor? Lo sé, te encanta todo lo que destruye. ¿Y qué le vas a hacer?, si es terriblemente delicioso.

Cada vez que nos ponen una tentación en la cara, conocemos el paraíso, por eso quedamos enganchados. Por cucharadas he aprendido a no juzgar a nadie por sus adicciones, a menos que me estén afectando a mí. ¿Te preguntaste alguna vez si tu adicción jodió a alguien?  Yo nunca, porque soy egoísta. Porque en mi adicción nunca he pensado que mi droga le haga mayor daño a otro del que me hace a mí. Y si me han reclamado, no he sabido escuchar. Y es que también está la adicción más funesta e incomprensible de todas, al sufrimiento.

¿Por qué nos encanta vivir jodidos? “Si no estoy jodida, no estoy en onda”. Tan absurdo como se lee. Hay quienes nacieron creyendo que su estado natural es vivir jodidos y jodiendo a los demás. Más que un hobbie, un estilo de vida, la quinta necesidad humana.

Por suerte y por tacaña nunca he sido adicta a las drogas tangibles, pero he de admitir que la María es otra de mis mejores amigas, que solo busco y llega a mí por mera casualidad o cuando de repente me pegan esos anuales ataques de insomnio.

Mi adicción va más allá de tocar fondo cuando te encuentran tirada en una cuneta o cuando por poco te matás ahogada en tu propio vómito –saludos Amy, hasta el cielo-. Es más fuerte que empeñar los relojes de tu padre o aspirarte todo el sueldo en tres días; quizás sea una de las más absurdas y fatales de todas: soy adicta a enamorarme de puros pendejos.

No es otra más de cartas de desahogos, llena de rencores y señalamientos. Es mi “primer paso”, como dicen los psicoloquitos. Estoy admitiendo mi adicción. Estoy en proceso de desintoxicación, no me prejuzgués ni te pongás adusto o chistoso. Tampoco es fácil aceptar que tenés un problema por más pinche que sea. Y más cuando te causa síndrome de abstinencia.

Hay domingos como este en los que me quedo largo rato en la cama analizando las cosas. Y hoy hice una introspección profunda de porqué a las personas les gusta autodestruirse y pues no tuve de otra que empezar conmigo. Repasé mis relaciones, mi paso fugaz con la nicotina, mi amor excesivo por las baleadas y los postres, el sexo mañanero, las películas depresivas, la depresión como tal, puras cosas normales pues. Pero nunca me puse a ver antes que si me tropecé con tanto idiota en mi primer cuarto de siglo, nunca fue la culpa total de ellos, -decile a mi ex que ya no se mortifique, por favor-. Es ese recurrente afán de acumular amores intensos dentro de la ya catastrófica realidad en la que vivimos, me llevó al hábito de enamorarme de personas equivocadas, sin percatarme que la más equivocada era yo.

Es un acto inconsciente pero que al cabo de varias decepciones, llama tu atención. El nivel de daño es relativo al nivel de pendejéz del individuo, entre más imbécil, más letal. Lo mismo pasa con la edad. Pero en realidad no te das cuenta o no te importa. La adicción actúa justo cuando decís “él es diferente, con este sí”, y ¡pum! El vergazo.

No es con los años que te volvés más madura, es con las caídas de las nubes que te has dado. Entre más alta la nube, más fuerte el chichote y también la lección. Precisamente por la incapacidad de apuntar las lecciones en mi cuadernito harapiento, es que la sigo cagándola y cada vez más bonito, con tal estilo.

Dale, tampoco es para que te estés burlando. Te repito que no es fácil. Tengo más de un mes sin coger y sin fumar. Estoy parada entre la frontera de la pureza y la pereza. Me da una tremenda modorra solo el hecho de pensar en ponerme un poco de maquillaje, aplacarme el pelo, hacerle ojitos a uno de esos boludos argentinos que se creen apolos reencarnados, llevármelo a la cama, pedirle un porro y poner al horno otro melodrama superfluo e internacional.

Prefiero abstenerme. Seguir comiendo toda la pizza y todo el pan que pueda comprar con mi reducido presupuesto. Seguir con la sentadillas, estiramientos y abdominales del Youtube. Seguir con las películas de Campanela y las exhibiciones gratis de arte. Con los teóricos faltos de cariño que me cuesta entender, con la posibilidad de ahogarme en libros y aventarme del abismo o hacia el abismo.


En mi sobriedad estoy segura que esto es mejor a volver a recaer en el ciclo. Que muy adentro se siente de maravilla la tranquilidad que provee la soledad, aunque choque y te piquen las manos por regresar al drama. Por mandarlo todo a la mierda y volver a sentirte en ese estado de completa enajenación. Por un instante titubeás, pero lo bueno de la distancia es que no hay alternativa. Volvés a vos, pegás un suspiro y le subís volumen a la música. Es sólo otro síntoma de la abstinencia, todavía falta lo peor. Borrás toda esta mierda, te parás de la silla y empezás a mover el culo como la española del video, todo sea por la rehabilitación. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

La bienvenida del otoño

Calle Caminito, Barrio de La Boca, Buenos Aires
Hoy cumplí un mes de estar en Buenos Aires. Para mi dicha, las aguas ya están calmas. Ya no está lloviendo, pero este frío hijueputa no cede. Es la primera vez que veo un otoño tan marcado y es precioso, me encanta. Ahora que tengo un lugar donde guardar mis libros, los pocos trapos que traje y mis pendientes, me doy un chance de salir a curiosear, a caminar sin rumbo y perderme por las calles interminables vapuleadas por hojas en el centro de la ciudad.

Alquilo un cuarto de un departamento en Recoleta, la zona cheta (de la fresada) y más pretensiosa de la capital. Mi pequeño espacio tiene todo lo necesario menos calefacción. No puedo evitar extrañar una pierna y un pechito para abrigarme y escabullirme a estos 10 grados. Es una tortura que apaciguo tomando del poco café hondureño que me queda, el que ha sobrevivido a las uñas del hijo de mi casero, don Patricio, quien al parecer le encanta el aroma de Marcala.

Don Patricio me dio buena espina desde el principio. De unos setenta y pico, calvo, con pinta de viejo hiperactivo. Siempre serio y mirando a los ojos. Tengo la leve sospecha que se está quedando sordo porque acerca el oído luego de preguntar y después vuelve a preguntar, por ratos alza muy fuerte la voz que pareciera estar puteando. Por las pocas cosas que me ha contado y las que yo todavía no me atrevo a preguntar, sé que tuvo un comienzo a su vejez muy difícil. Perdió a su esposa hace unos años, murió de cáncer. Tiene al hijo menor adicto a los estupefacientes, -l que vive en casa- enrollado con la ley y en vías de recuperación. Otro hijo se le fue para Quito y otro quien sabe donde esté pero nunca ha llegado a visitarlo durante el tiempo que he estado aquí.  

Por Don Patricio he empezado a conocer un poco la idiosincrasia del porteño: obstinado, peleonero, panadero, aficionado a lo que sea pero con toda la pasión, sarcástico y muy cordial. Hay días en los que no soporto que me pregunte lo mismo cada media hora. Que me diga Elizabeth, ¿necesitás otra frazada?, cuando ya le he respondido días anteriores que con las tres colchas que me dio estoy bien y que no me llamo Elizabeth. A la mañana siguiente viene y me dice, Elizabeth, ¿y todo esa plato es para vos sola o es para dos días? Cuando me ve huyendo para el cuarto con mi desayuno catracho. Pero en general no jode tanto. Quizás es solo su deshilachado instinto paternal, a juzgar por el recibimiento a su hijito gordito de treintainueve años, que le dio sus peores dolores de cabeza. Macrista hasta el final de los tiempos, está convencido que yo le creo todo lo que me dice. “Este país está así por falta de comunicación, yo le dicho a Macri que le diga al pueblo por qué le aumenta a las cosas. Que explique los ajustes que hace porque aquellos dos (Cristina y Néstor) se cagaron en todo.” Tomaría por tonto a don Pato si no fueran sus múltiples diplomas y reconocimientos en su estudio y en toda la casa, porque tiene una vasta y variada biblioteca y porque me encanta la música clásica que pone los domingos en la tarde aunque yo no tenga puta idea de quién es o son los artistas.

En casa viven otras dos personas además de Don Patricio y su hijo. Un colombiano y otro argentino de provincia. Antes que yo estaban dos venezolanas que solo vi de paso y me heredaron un aceite de girasol y un café de su país que aún no pruebo. El colombiano solo llega dos veces a la semana porque trabaja en Mendoza. El argentino siempre me pregunta lo que estoy cocinando con la esperanza que le convide algo pero yo me hago la loca. No es egoísmo, estoy aprendiendo a ser ahorrativa mientras encuentre un lugar donde comprar maseca sin que me saquen un ojo de la cara. Hoy no quiero hablar de finanzas y costos en esta ciudad porque me causa mucha tristeza. La otra roomie es Juana, la perra labrador de Don Patricio. Está obesa y todo el tiempo la ponen a dieta pero no le resulta. Puede oler un buen pedazo de carne a cien metros. Es una dulzura que le encanta posar cuando le sacan fotos.

En resumidas cuentas estoy bien, salvo por esos días que amanezco de nuevo en Tegucigalpa y todos sus vergueos. Cuando una noche de repente estoy llorando desconsoladamente sin saber con precisión el motivo, sólo lloro como si estuviera meando y necesitara vaciar el frasco.


Buenos Aires me ha recibido bien y yo la abrazo como puedo. Cada paso en sus avenidas me resulta magnífico, con ganas de ir más allá y comérmela de un solo bocado. No me ajustarán dos años para conocerla, ni tampoco diez. Estuve 25 años en Honduras y todavía ni la conozco ni la entiendo. Esta noche continuaré con mi ciclo de cine argentino. Ya dejé a un lado el libro de Borjes, porque me hacía caer en nostalgias absurdas, y de nostalgias ya tengo suficientes. Cada día me acostumbro más a leer las entrelíneas de Marx y lo que tratan de descifrar a Marx. El dolor en la espalda y el cuello no cede y no ayuda el ungüento que me dio Don Patricio. Ayer empecé a hacer abdominales porque increíblemente me está bajando la panza a pesar de toda la pizza y el jamón que le meto. Seguramente después tendré más chance de ver más para adentro y deshilar los dolores, por ahora solo quiero disfrutar a esta malvada maravillosa, a la gran ciudad de la furia.