domingo, 9 de octubre de 2016

El loco del británico

Llevaba casi una semana entera visitando el Bar Británico. El típico café porteño antiguo, ubicado en la esquina para mayor cliché. No iba con tal voluntad propia pero me gustó desde el primer momento. Manteles blancos, el piso de madera, muy viejo pero siempre limpio. Estoy segura que lo visité por primera vez hace varios meses, poco antes de mudarme a este barrio, pero el embrollo y la prisa no me dejó conocerlo a detalle. Es muy lindo. Es una ventana pequeñita a la realidad que viven los bonaerenses, locos todos, pero en especial él. Creo que uno de los meseros, - todos hombres-, le llamaba Jimmy (o Shimy, para ser más descriptiva). Fue difícil distinguirlo del resto de los clientes, pues hay cada personaje en cada una de las mesas. Su diferencia es que éste no era tan repetitivo.

En cualquier lado te encontrás la misma escena. Señoras de edad, clase media, jubiladas, con las amigas de toda la vida, tomándose el café de ochenta pesos incluidas tres medialunas, como si nunca hubiera llegado el tarifazo a sus puertas. Por otro lado, y casi siempre cerca de la puerta, está el típico viejito con boina y anteojos leyendo el periódico y tomando un cortadito. Nunca faltan esos que tienen pinta de chicago boys, al lado un Sandwich integral y con ellos nada más que el teléfono y la MacBook.

Pero Jimmy era el que más se hacía notar, al menos para mí. Todavía no sé con certeza en qué momento captó mi atención. Cuarentón, no era tan alto, era muy flaco como una varilla, nada guapo. Pero sin duda fueron sus esferas de papel. El tipo llevaba con él una especie de bola de fútbol de papel china con recortes y salidas extraños, cada día una distinta. La colocaba sobre la mesa, junto a una botella cinta roja frente a él y luego se sentaba en su silla. Se levantaba y la volvía acomodar. Se volvía a sentar. Se tocaba la barbilla mientras la observaba fijamente, como niño asombrado y curioso. Tomaba otro sorbo de ron. Se quedaba ahí un rato hasta que el mesero rompía el hechizo.
-Jimmy, la cocina está por cerrar, ¿querés algo más? - le pregunta el mesero más viejo.
- No, gracias, estoy bien.- le contesta en un español mal pronunciado.


No podría adivinar de dónde venía ese acento pero supongo que era británico, igual que el nombre de aquel refugio -que tiene colgado un cuadro mediano de Las Malvinas-. Sin embargo, podía juzgar por los pantalones a la cintura, el sombrero negro y las mejillas enrojecidas que el tipo andaba de paso... o tal vez no.

Al tercer día de llegar al bar con la plata ajustada, y de encontrarme a Jimmy con una esfera mucho más frondosa y extraña, él actuando más ansioso de lo normal y acomodando una y otra vez una botella muy fina de vino blanco. A la media hora lo vi salir apresurado dejando todas sus cosas. Por la ventana vi que le hacía señas a una camioneta para estacionarse justo frente al bar. Volvió a entrar y a los dos minutos entró una mujer rubia, de estatura mediana, con jeans, tenis y camiseta, aparentemente la misma edad que Jimmy. Ambos se fundieron en un beso, de esos tan intensos que son imanes a los ojos buscones, a los envidiosos y a los míos, por supuesto. Parecía un reencuentro de novela medieval. Jimmy le besaba el cuello, la boca, las mejillas, la frente, mientras ella entre risitas nerviosas y felicidad evidente, se dejaba llevar sin importarle los fisgones. Una vez más el mesero interrumpe la escena y le pregunta a ella si quiere algo de tomar. Jimmy le enseña la botella de vino y ella asiente con la cabeza pero le pide algo más que no alcanzo a escuchar.
Aún no se sientan, ellos quieren saltarse la cena y ahogarse en abrazos y arrumacos. Él extasiado, ella desborda el encanto y la enajenación de una persona enamorada. Nunca había visto algo así.

Finalmente logran arrastrarse hasta la silla. Uno frente al otro empiezan a tomar. A leguas se nota que a ella le cuesta entender su inglés y a él se le dificulta responder en español pero al parecer se entienden. Una imagen tan Almodóvar que no podía dejar de mirar. En algún momento él le mostró la pelota de papel. Ella la quedó observando unos segundos, luego siguió tomando y le preguntó otra cosa. Al instante se figuró en la cara de Jimmy una mueca de decepción. Dejó su copa de vino y le pidió al canoso lo de siempre. Ron. Ella quedó confundida, sin saber qué pasaba. Pero, seguía sonriendo. 
Él, impaciente esperando su trago, no parecía importarle lo que ella le decía, ni siquiera la miraba. Luego de intentar tomar su mano varias veces, ella desistió. Tomó su bolso en amenaza, esperando alguna reacción, pero no fue así. Se tomó un último sorbo de vino. Golpeó la copa contra la mesa y se levantó tan furiosa qué volvió a llamar la atención de los presentes. Pero Jimmy seguía inmutado. Al verla salir por la puerta llegó el ron. Se lo tomaba tranquilo mientras miraba la silla abandonada, la puerta sonar y la esfera sobre la mesa. Creí entenderlo por un segundo y me compadecí... de ambos. Pedí la cuenta y el mesero, poniéndole pimienta al cuenta o para corroborar más bien mi hipótesis, me dice: "mirá que el ego es capaz de joderlo todo, eh", mientras voltea el rostro hacia Jimmy y busca una sonrisa cómplice en mi cara que no alcancé a formular. "¿El ego o el amor?", pregunté. Esta vez reímos los dos.