domingo, 30 de marzo de 2014

Álter Ego



Casi nunca me gusta conversar con mi otro yo. Se cree mejor que yo y a veces pienso que es verdad. Sus palabras aborrasadas de regaños y desacatos me dejan la cabeza un poco dañada.

Mi otro yo siempre luce bien. Es apuesto, elegante, coqueto y muy fuerte, por eso creo que es hombre. Y por ratos es vanidoso, delicado, burlón y pícaro, por eso creo que es gay. Mi otro yo nunca me hace caso, es la concepción del capricho malfundado, me recuerda cada error que cometo, su astucia se infiltra con sus ojitos de doncella en apuros. Por eso estoy segura de que es mujer.

Mi otro yo es un obsesivo ordenado. Nunca pierde una batalla aunque ya tenga perdida la guerra.

Es un mal hijo, mal hermano, mal amante y no le importa, pues hace todo lo que puede.
Mi otro yo duerme en pelotas y le gusta comer toneladas de Ice cream porque sabe que no engorda. Todos los domingos en la noche hace la falsa promesa de hacer ejercicio y comer más verde con eso de que está de moda ser saludable.

Nunca pide permiso y tampoco pide perdón porque sabe que de todos modos siempre será el favorito.

Tiene varios meses de no leer un buen libro ni mofarse con una buena película y se siente muy bien.

A mi otro yo no le gusta la hierba ni el alcohol y odia a los adictos. No pasa escribiendo todo el día para ser un buen escritor porque sabe que ya es el mejor.
Mi otro yo se enoja cuando tengo miedo y cuando meto las cuatro. No se toca el corazón para reprenderme y mandarme a la mierda aunque de colada se vaya él también.

Mi otro yo, que a veces sufre de estreñimiento y se desborda por la boca en palabras soeces, anda por la vida muy sonriente cagando como cagan los conejos.
Es el que nunca se intimida por una mirada intravenosa, ni por un buen beso, ni por un orgasmo inesperado. Mi otro yo sabe que nunca será posible perder la cabeza por alguien y que antes de que suene la alarma de una pasión avasallante, es mejor sacrificar cualquier amor con tal de no dejar de ser él mismo y salvaguardar su sagrada libertad.

Vuelvo a creer que mi otro yo es hombre. Quizás por su nariz ancha y sus pómulos pronunciados. O tal vez por su frialdad para no contestar el teléfono cuando se siento muy fastidiado.

Mi otro yo sólo come pastas y sólo bebe vino. Le gusta observar y escuchar a la gente guapa e inteligente, en ese mismo orden. Su orgullo le impide sentir ni un poquito de envidia, pues sabe que tiene un poco de las dos. Lo que le convierte en el alma de la fiesta.

Mi otro yo a veces no me deja dormir y me grita desde el otro extremo de la cama que estoy dejando ir el tiempo, que me estoy envejeciendo y que me estoy enamorado. Que la vida con ese orden de los factores no funciona bien.

Mi otro yo es el más osado de todos, sabe que no hace falta ser gentil para ganar elogios, sabe que no hay que ser el más sabio para ser el más interesante y sabe que no hay que ser el más atractivo para ser el más codiciado.

Mi otro yo no anda con prejuicios idiotas, por eso (en secreto) me cae bien.
Mi otro yo se pone vestidos, tacones y una corona de flores en el pelo. Camina con desencanto y soberbia. No voltea a ver a la gente en la calle aunque sabe que todos lo voltean a ver. Y ahora me confunde pensar que pueda ser en realidad una mujer.

Mi otro yo se mofa de mis temores. Me hace admirarlo y detestarlo una vez a la semana. Me hace pensar y escribir sobre él.  Hace que me duela la cabeza,  me hace mezquina, egoísta y sincera. Me corta los dedos y me regala dos alas. Me advierte y me dispara. Me consciente y me sonsaca.

Mi Álter Ego no tiene sexo y no le importa. Se toma su papel de deidad muy en serio pero no es por eso que lo respeto. Mi admiración va más allá.

Mi otro yo, en días como hoy, a pesar de todo lo que es, se acuesta al ladito mío, todo tembloroso y perdido, con más miedo que un ratón acorralado en una cocina, con su cara al piso y con el orgullo pisoteado, me pregunta: ¿qué hacemos ahora?