Escritora de historias propias y ajenas. Amante de Clementina, de Frida y de Rosa por la eternidad.
lunes, 4 de septiembre de 2017
¡TENGO NUEVO SITIO!
Con el ánimo de iniciar el nuevo ciclo con algo diferente, abrí un nuevo blog en WordPress.
A las personas que muy amablemente me han preguntado por qué no he publicada nada recientemente, esa es la razón, aunque en el nuevo sitio también estoy un poco lenta. Ahí vamos. Dejaré este cuaderno como mi primer altar, y quizás recurra a él de vez en cuando para releerme y morirme de la vergüenza.
EL NUEVO SITIO ES: www.lizbethguerrero.com
Espero me sigan también por allá.
Abrazos inmensos.
miércoles, 29 de marzo de 2017
Otro adiós definitivo
Querido Perro Samurai,
Hace rato dejé de contar los días que había pasado sin
verte. Ya no volveré a hablar en plural cuando me dirija a vos. El “nosotros” y
“lo nuestro” ya no existen. O al menos
así debería ser.
He pasado horas enteras sin pensarte aunque de repente te
aparecés por ahí en algún sueño y luego amanezco de muy mal humor. No me
acostumbro todavía, pero creeme que trato. El café ayuda, pero no siempre.
Paso mis días tranquilos. Dentro lo que puede llamarse “tranquilo”
en este hoyo caótico e infernal que es Tegucigalpa. He comido cuanto he querido
y no, no he aumentado de peso, y sí, he bajado (al menos) un par de libras. No lo
notaste, o, más bien, no lo admitiste porque sos un idiota y te encanta joder. Pero
me gusto así y sabés cuánto me encanta verme y que me veas desnuda.
No fue fácil el regreso. Ya te lo he dicho tantas veces, a
vos y a todas las personas que han tratado de ver a la misma que era hace un
año. No me escuchaste cuando te dije que era distinta. No has estado ahí lo
suficiente para notarlo. No he dicho que cambié para bien, pero ya me conozco
mejor, me caigo bien y sigo cargando mis traumas. Sí, esos traumas que decís te
preocupan. No son tan pesados como parecen. A mí lo que me revienta es que las
cosas no me salgan como yo quiero y por eso estamos aquí, actuando como
extraños.
De verdad no es fácil. Extrañarte de cerca es mucho más difícil
que estarte queriendo allá, en el fin del mundo. Entre la cordillera nevada,
los desiertos, las playas y la selva todo parecía más liviano. Todo el camino
de regreso a casa te pensé y te anduve conmigo. Cada cosa nueva, cada aventura,
cada sabor, lo iba guardando para contarte y que no te perdieras cada detalle.
Hacer ese viaje ha sido lo mejor que he hecho en la vida y
quería compartirlo con la persona que me incitó a hacerlo. Creyendo que todavía
podías ser mi compañero, mi amigo. Estuviste ahí todo el tiempo, sólo conmigo,
incluso cuando dejaba de quererte. O cuando me daban ganas de estrellar el teléfono
con tu cara en la pared en esas últimas videollamadas. Ya empezaba a pensar que
era amor del bueno cuando seguía queriéndote aun cuando ya no te soportaba. No te
soporto, de hecho. Nunca lo hice. Pero era peor estar sin vos. Es peor estar
sin vos.
Ya nos hemos dicho, reprochado y herido lo suficiente. Pero necesitaba
escribirte una última vez. Con vos aprendí que el nunca jamás quiere decir tal
vez. ¿Cuántas veces me has dicho adiós? Porque no hay manera de ser polite al decir
no. Antes de los gritos y de los portazos todavía seguías estando en ese lugar
que nadie nunca pudo llegar. Ahora vamos caminando, cada quien por su lado,
aunque no sé exactamente dónde.
Te contara de mis días en mi nuevo trabajo. En lo feliz que
me hace. En las esperanzas que tengo de mi nuevo viaje. Que la maleta que llevo
es mucho más liviana. Que cuando me voy manejando a Olancho pongo el mismo
disco de The Doors. Que volví a comprar baleadas en el barrio donde vivía antes
de irme. Ahí donde pasé más horas con vos que conmigo o cualquier otra persona.
Que no puedo evitar sonreír por ratos cuando me acuerdo de alguna de tus tantas
locuras. Que he hecho de todo y siento que no hice nada porque el tiempo se me pasó
en un suspiro. Que ando buscando crear nuevos recuerdos en los que no
estuvieras vos. Que me tatué, me fui al mar, conocí nueva gente, que he dormido
abrazada con alguien más. Que aunque no lo admitiera antes, me jode tanto que
estés con alguien más. Por eso no encuentro otro mejor remedio que la distancia.
Es extraño ver de nuevo el cuadro de Chaplin en el piso de otra
casa. Lo he bajado del carro hasta ahora. Entre la ciudad que se incendia, -literalmente-,
las novelas trágicas que nunca acaban en este país, las clases, los trabajos y
todo lo demás que no está en mis manos, llego siempre cansada y con hambre a
casa pero hoy me tiré a la cama con dolor. Me duele profunda esta nostalgia
aquí en la boca de la panza. No pudiste ni siquiera desearme un feliz viaje,
pero yo tampoco pude bajarme y darte un último abrazo.
Ese mismo miedo a perder fue lo que me trajo hasta aquí, es
el que me da la fuerza para huir. Quizás después, mi loco, nos veamos a la cara
sin dolor o pesares, sin esas ganas de herir. Ahora no veo claro el final del túnel
pero tal vez volvamos a cagarnos de risa de la vida. A hablar de las teorías
del universo y tus locas conjeturas con un porro en la cabeza. Quizás, cuando
ya nadie termine sobrando en la ecuación ni hayan terceros.
Gracias por enseñarme a hacer una maleta y por haberme apoyado
hace un año para irme a la mierda de aquí –aunque me lo hayas reprochado
después-. Gracias por todas las veces que me hiciste reír hasta el dolor. Por las
sesiones de mordidas antes –y después-de hacer el amor. Por las tortillas con
quesillo y aquella deliciosa sopa de frijoles que hiciste para mi regreso. Por todas
las veces que estuviste ahí. Por dejarme conocer y querer a Romeo. Por tus
incontables ocurrencias. Por esos últimos orgasmos.Gracias por mostrarme otra forma de amar.
No sé si sea el adiós definitivo, ya han sido muchos. No sé cuándo te vuelva a ver, pero de algo estoy segura: nos encontraremos y no seremos los mismos. Vos
tendrás más arrugas y yo me seguiré poniendo cada día más buena.
Que estés siempre bien, mi amor.
Lizbeth.
domingo, 19 de febrero de 2017
ÁGATA ROTA
Me desperté a las siete y
cuarenta con el pecho oprimido. Ahogada por el sopor del verano naciente y por
las incontables almohadas en la cama. Ya no quiero volver a sentir esto, pensé.
Ya pasaron las noches necesarias, ya están completas mis veinticuatro horas,
duermo lo suficiente y me despierto temprano, me reproché. Cuando no me gana el
cansancio hago mis ejercicios, tomo mis
jugos verdes por la mañana y mis cervezas todos los jueves, leo más que nunca y
me doy el lujo de sentarme a ver varias películas o series durante la semana. No
tenés tiempo para tener pesadillas, le dije a alguien que no sé exactamente
quién es, pero desde hace ratos duerme y amanece conmigo.
Con el sueño espantado en pleno
domingo me levanté a revisar gavetas y mochilas. Limpié la arena del trípode y
sentí que el mar con todo y olas me aplastaron el cráneo. Me senté en
la cama y saqué cosa por cosa. Las pastillas que quedaron a la mitad. El chap
stick de sabor cereza que me robé de un supermercado en Cuzco. Los caramelos de
coca. El libro de cuentos de Córtazar que una vez me regaló Gustavo, a quien le gustaban mis ojos, o
al menos eso decía la dedicatoria. Los tickets cortados de museos, sitios
arqueológicos y facturas, muchas facturas. En la bolsa secreta de esa mochila
que ya se volvió mía para siempre, estaba un cuarzo enredado con otra pulsera
bordada. Me sorprendí sonriendo. Mientras la liberaba con su collar de hilo
grueso, pasaba la secuencia de su historia en mis manos. La calle del mercado
de las brujas en La Paz. Los bordados, los cientos de colores, la infinitud de
personas chocando entre sí. Yo, maravillada sacando fotos y tropezando con los muchachos de los cuarzos.
-Con cuidado,- me dijo un hippie
moreno con una sonrisa colosal.
-Mejor saco mis lentes- le
respondí.
Trató de adivinar al tiro mi
nacionalidad. -¿Colombia?,- mientras me apuntaba con el dedo gordo.
–Honduras.-le dije, sin ganas de
quedarme a platicar.
-¡Honduras! Islas de la Bahía, La
Ceiba, Río Cangrejal, Lempira, hermoso país ese. El mejor ópalo que he conseguido.-
me contaba emocionado.
Me senté en la acera con él
mientras le empezaba a preguntar el nombre de cada una de las piedras que tenía bien colocadas en una manta blanca. Me contó
el compa - que resultó ser brasilero y licenciado en Sociología- que anduvo en
Marruecos, Italia, India, España y tantos otros lugares que no recuerdo. Andaba
con una minivan recorriendo toda Latinoamérica –por segunda ocasión-. Me dijo que en Honduras estuvo dos meses y que algunos amigos le aconsejaron que no se quedara
en Tegucigalpa y/o San Pedro Sula. En Rotán, les vendió a los gringos sus
piedras (muy caras) y se ajustó el pasaje para irse a Guatemala y luego a
México. Llegando a la tierra de Zapata decidió regresar al monstruo del Sur, se
compró la nave, dejó nuevamente a su familia y a su gata. Ya tenía meses
viajando sin rumbo fijo. “Siempre es difícil dejar lo que uno más quiere, pero es
más difícil no hacer lo que uno más quiere”, me decía siempre con esa, su sonrisa más grande que Brasil.
Después de platicar un buen rato
me despedí porque llegaron otros clientes que sí estaban dispuestos a comprarle cuarzos.
Seguí mi camino y llegué a una tiendita muy parecida a todas las demás. Afuera estaba
la dueña, una indígena con su traje típico impecable. Sentada y medio dormida. Con
sus manos trabajaba una artesanía. Le pregunté cuánto costaban los collares de
semillas. Pensaba llevarle uno a alguien. Sin abrir los ojos y a secas me dijo
que todos valían diez bolivianos. Entré a la tienda sin pedir permiso, empecé a
buscar y ninguno me gustó. Busqué más al fondo y detrás de los bolsos bordados,
vi que se asomaba un collar distinto a los demás. El collar de hilo verde,
corto, muy corto. La piedra era de colores tenues, tallada y estaba quebrada
pero eso no le restaba encanto. Sin dudarlo lo compré y la indígena finalmente abrió
los ojos, pensé que me pediría más por ese, pero no fue así. Salí casi
corriendo de regreso a la calle de los cuarzos, a mostrarle mi adquisición a mi
nuevo amigo de paso.
-¿¡Diez bolivianos!?.- exclamó
con los ojos bien abiertos.
-Necesito que le pongás un collar
más largo.,- dije.
-Imposible, arruinaría el trabajo
anterior. A mí me gusta tal cual está.- contestó.
No insistí. Tenía razón. Pensé en
pedirle una oferta para vendérsela. Me arrepentí. Me dijo que era una piedra
Ágata. Que sólo la había visto en Brasil y en Marruecos, pero sospechaba que también
había en Argentina. Que no costaba tanto pero que era semipreciosa y si le daba
un buen uso me serviría de equilibrio emocional-espiritual. Me reí. Siempre me
he reído de los amuletos pero siempre que puedo los ando cargando. El ónix, que le compré a Ezequiel y que no recuerdo para qué sirve. El rosario "bendecido en Roma por Benedicto" que me
regaló mi madre me acompañó todo el viaje y ahora me hace barra guindado en el
espejo del carro. Un lempira doblado en mi cartera y la virgencita de la
concepción de plata que anda cuidando mis deudas en la cartera. Que más daba
otra superstición en mi andar. Eché la piedra a mi mochila y no la volví a
sacar hasta este día.
-Vos me vas a proteger de las
pesadillas,- le ordené o más bien le supliqué. Me la colgué al cuello y le di las
gracias. Recordé ese pedacito del viaje y me sentí mucho más tranquila. Agradecida
que aquello pasó de verdad y que Ágata, toda rota, justo como estoy yo, me
encontró y se quedó conmigo para que yo la reencontrara esta mañana, con la promesa de no tener miedo las noches siguientes al cerrar los ojos.
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