domingo, 23 de febrero de 2014

La Muerte Súbita

Fue algún dios despistado, haragán, acechador y alcahuete, ese que siempre se las arregla para convencerme que puedo hacer todo lo que yo quiera. Fue ese mismo dios el que trajo tu aroma hasta mis sueños y que junto a Morfeo sintonizaron puras películas interesantes en mi cabeza. 

La primera de ellas, fue un corto que relataba como tu cuerpo y el mío se conocían sin ayuda del parasimpático. Se amarraron con tal descaro que hasta el imán más potente quedó tímido al lado de ellos. De protagonistas tus piernas, lo que resaltaba entre tus piernas y tu boca. Mis ojos filmando cada detalle sin dejar que interfirieran esas miradas metiches que ni de extras quedan bien. El argumento se trataba de cómo tus inquietas manos ayudaban a mis caderas para elevarse sobre una mesa azul mientras mis piernas se abrían al unísono del coro de una canción. Vamos a hacernos los interesantes y dejemos a la imaginación de los curiosos dos elementos muy sustanciales del guion, el tibio y muy apretado nudo y el húmedo y muy liberador desenlace.

Fue con toda mi mala intención que te atraje al campo de batalla. A ese en el que ninguno de los dos ha perdido (hasta el momento). Entre tus peculiares mañas están mis ganas de seguirte bebiendo cada día como si fueses esa copa de vino que recetan los doctores, aunque a los dos sorbos me embriaga por completo, pero siempre quiero más y más...

A este punto, en plena guerra medieval, no me interesa llenarte la cabeza de halagos ni hacer uso de artimañas o inventar todas esas ganas y todos esos besos que sienten los amantes. No vale como estrategia escribirte con tantos adornos y marañas que me desespero a cada segundo por morder tus labios o que cada día que toca esperar para volver a verte es igual o peor de tortuoso y absurdo que escuchar una misa entera de cuaresma mientras pienso en el vivo pecado. 

Mi objetivo va más allá que endulzarme el paladar con palabras bonitas para tus oídos. Esa arma la habré utilizado hacia aquel o aquellos tipos de baja autoestima que nunca supieron y nunca sabrán que para cualquier mujer que sabe conjugar verbos y sustantivos, escribir en un papel "sos el mejor amante que he tenido en toda la vida", sólo es una manera de obnubilar su ego y así moldearlos cual si fueren vasijas de barro.

Y tampoco el gatillo sirvió conmigo cuando algún valiente intentó en el pasado formar unas cuantas líneas incoherentes (y otras muy hermosas, pero plagiadas), con el fin de amarrarme los pensamientos con cáñamo y hacerme su total esclava. Un conjuro bien elaborado con patas de conejo y sangre de culebra habrían sido más eficaces que tratar de enamorarme con esos espantosos poemas.

Me gusta ser tu combatiente sin armadura. Luchar en un colchón pequeño y en un mundo tan grande. Roque Dalton pudo describir mejor que yo ese hecho tan violento que nos convierte en enemigos íntimos y cómplices desconfiados, muy sanguinarios y letales pero con una ternura infinita. Lo bonito de hablar el mismo lenguaje es que podríamos identificar casi al instante alguna mentira infiltrada, pero por los ratos, no me interesa saber si hay una por ahí o si hay cien (de tu lado o del mío).

Ningún hombre o ninguna mujer, (sensatos) en el arte de la guerra, le cuentan al rival sus historias secretas, ni las reales ni las inventadas y a mi me encanta escuchar tus historias después de la hermosa batalla. Que si de tanto pelear nos cansamos rápido y nos agarramos cariño y nos disfrazamos de viejos-buenos amigos o si mejor creamos alianzas como en la mafia para no hacernos daño. O que tal que nos declaramos la guerra y seamos como esos grandes amantes de la historia, de esos que la intensidad de su pasión fue más fuerte que los temores, que las culpas, más fuerte que la misma muerte. De esos amantes que nacen y se encuentran cada mil años. 
O que tal y somos más sensatos y nos rendimos y somos amigos cordiales, de los que prefieren el café con licor y la música en un buen bar, a pelear cuerpo contra cuerpo sin saber exactamente quién se lleva la victoria o la derrota.

Mientras tanto, las hormonas como mal consejeras me dicen que deje de pensar y les recuerdo que hace varios domingos dejé de hacerlo y me dispuse a cabalidad a ser la guerrera que me enseñó la vida. Me enfrento a tu pecho con tal valentía que mi angelito de la bondad se sentiría orgulloso y me pediría perdón si se diera el caso. 

Me gusta verte en esas películas subidas de tono en las madrugadas mientras alimento el deseo de querer combatir cada vez más, me regocijo al saborear esa sopa espesa de adjetivos y antónimos antes (y después) de cada batalla. Me sublevo al ver esa contradicción que viene en piernotas a atacarme mientras estoy recostada, indefensa, sin escudos. Estoy completamente seducida por esa boca tan sensual y cínica, pero lo que me hace sentir realmente victoriosa y poderosa es ver ese rostro de dictador sumiso cayendo en mi pecho, derrotado por muerte súbita, desvaneciéndose resignado en mi cuello no sin antes exhalar el último respiro, destilando así del cuerpo un olor diferente, al estirar las piernas y los brazos sabe que ya es el final, mostrando una última vez su más preciado secreto, mientras deja poquito a poco este mundo de los aburridos mortales.