domingo, 3 de mayo de 2015

El Monstruo


Esa mañana me desperté temprano porque tenía reunión con el trío subversivo contra las fuerzas oscuras que sin aviso previo nos habían dejado deschambadas. Sólo los quecos, los zacundos y el poco aire que se filtra en ese cuarto fueron testigos del enorme esfuerzo que hice para levantarme de la cama. A penas y podía abrir los ojos. Mis párpados pesaban una libra cada uno. La nariz extinta y mi boca más reseca que una pampa en pleno verano.

No había pasado mucho tiempo, pero fue día tras día que la avalancha se venía haciendo más grande y cuando llegó a la categoría infinita, sólo me di la vuelta para dejarla caer en mi espalda. No tenía chance para elegir uno por uno mis nudos para desenredarlos con paciencia, aquello era como sacarle piojos a un murruco, simplemente imposible.

 Dejé que todo se juntara para que me dieran el tiro de gracia. Ya no había más que perder. Ya en el inframundo lo que queda es terminar de ahogar la razón y entregarte  resignada a la oscuridad con los brazos abiertos.

Recién amanecía, así que todavía estaba muy opaco. El espejo que estaba a propósito algo escondido no me alcanzó a ver. Me quité la ropa, con toalla en mano y con mucha dificultad para ver, entré al baño y al unísono de la ducha, cayeron en cascada las últimas lágrimas.

De pronto todo aquello me pareció tan risible. Se lo atribuyo a los rayos del sol, que ahora me daban directo a la cara y me recordaban que ya era el momento de salir, de escurrir los mocos y olvidar.
Me puse cualquier ropa en un destello. Por suerte el pelo estaba apacible y no ocupó mayor ayuda. Cuando el raciocinio empezó a entrar por goteras a mi cabeza, me dio por ponerme una crema humectante en la cara. Busqué el espejo antes de la crema y mientras miraba en la gaveta, mi reflejo se colaba por la vista periférica. Mi reacción fue seguir buscando dentro para no voltear a ver, justo pasa eso cuando te encontrás a alguien y no lo querés saludar, pero el maje se te acerca con la mirada insistente, y ni modo, te resolvés a verlo.

Aquella imagen me impactó demasiado y no pude seguir viéndola por más de tres segundos. Una oleada de cólera se apoderó de mi estómago. Tenía la cara de Rocky Balboa al final de aquella pelea épica. Incluso se veía peor. Parecía un tubérculo rellenado de bótox. Más hinchada que la preeclampsia misma.

A la cólera sólo la pudo aplacar el miedo y la vergüenza. El miedo era por no reconocerme en ese rostro y la vergüenza por creer que estaba exagerando. “¿Vale la pena este drama para llegar a este nivel de explosión cerebrocraneal?” pero no era minúsculo lo que había pasado y al fin lo entendí.
Me senté en la esquina de la cama. No iba a permitir que nadie me viera así. Agarré el télefono. Google. Ojos hinchados. Cucharas congeladas. Pepinos. Hielo y mucha agua. Eran solo unas de las opciones. Y justo antes de ir a buscarlas, puse la cámara, me tomé un selfie y con todo el afán de recriminarte y hacerte sentir un cuarto de miserable de lo que me sentía yo, te mandé la foto. Una prueba oficial del cadáver. Una fotografía de un monstruo, el más triste y patético que jamás hayas visto.

Cuanto más trascurrían las afanosos horas de aquel afanoso día, la afanosa hinchazón cedía. Manejé como flash al punto de espera con un ojo tapado por la cuchara helada. Mientras trascurría otra batalla en una pantallita de mierda, mi cara volvía a la normalidad, pero la ira seguía intacta. Como suele pasar en momentos de crisis, busco mecanismos de defensa efectivos para no darme el lujo de perder la cordura por completo.

Así que puse música y el día mejoró.

Pero pensaste que no me dolía, que no me duele. Que al traspié de volver a besarte, se fueron ahogados en saliva todos los dolores. Te pregunté alguna vez, por qué lo hiciste y no supiste responder. Ahora me da miedo saber.

Qué atrevimiento al decir que para mí no fue tan “importante” como debió serlo. Si pudieras ver -y no precisamente estar- dentro de mí, sabrías que hubo antes un camino largo de frialdad y amores superficiales que me trajeron a vos. Pero asumís saberlo todo de mí y sos muy tonto para entenderlo.
Ahora ese monstruo al Rocky style no ha vuelto a encarnarse en mí, por dicha, o por escases de líquido lagrimal o porque simplemente ya no me da chance y prefiero dormir. Aunque razones no me faltan, aún tengo latentes el monstruo de la duda, de la desconfianza, del deseo.

El invencible monstruo de la mentira que se interpuso en esto que llamábamos REAL.
El monstruo que se aparece de vez en cuando en vos para lanzar flechazos que siguen doliendo acá.
El monstruo de la espera, que me mantiene a mitad de camino para ofrecerte mi alma tijereada.


Todos ellos muy grandes y terroríficos, se han topado con los tuyos, con los ajenos, que son cientos y son gigantescos, pero nada comparados con el monstruo de las ganas que todavía me dan de amanecer abrazada a vos con tus manos asidas a mis caderas, con ese olor de los dos que parece encantar a la cobra más venenosa. 

Es ese mismo que en forma de mantra me aseguran que un día vendrá la paz que tanto añoramos, incluso si tomamos caminos distintos.