domingo, 3 de enero de 2016

La Mochila Liviana

En unos cuantos días estaré -posiblemente muy borracha, con mis mejores amigos en algún bar de medio pelo- celebrando mi primer cuarto de siglo. Nunca he sido buena para reflexionar por cada cagadal cometido en el año y mucho menos he tenido la voluntad y la no-pereza para enmendarlos. Yo creo que de eso encargará la vejez.

Por mientras, voy cargando en una mochilita de cuero falso y tapizada con papel periódico, una serie de tonteritas  que yo guardo porque –supongo- me servirán en el camino; sin embargo, con el andar, se va volviendo más pesada y mi espalda que ya de herencia tiene los achaques, cada vez suplica más –entumecida y roja- que le quite un par de cosas, para seguir avanzando más tranquila y liviana.

Es por eso, que pasados los rituales ridículos y gulísticos de las pascuas y del año nuevo, aprovechando la víspera del aniversario, con mi cuarto de la casa de mi madre, que ya no es mi cuarto sino una bodega de ropa y retrateras quebradas, me dispuse a revisar esa mochila deshilachada, tratando de depurar lo que ya no me sirve.

Al principio fue fácil. Lo que está encima, ligero se va a la basura y más tarde se compra en la pulpería. Empecé por quitar los chicles. El esmalte de uñas rosado –para eventos de emergencia-que nunca uso porque me gana la pereza. Los tampones que siempre son oportunos. Las anticonceptivas –las fieles compañeras- que es mejor no sacarlas por si olvido guardarlas de nuevo.

Más adentro estaba un peine con pelusa, un lápiz tinta negro, un monedero más lleno de facturas que dinero, un celular de tres años a punto de morir, monedas, más monedas, sucio, recado de marihuana, más sucio, más facturas.

En las bolsas especiales, un manojo de llaves –que nunca encuentro. Mis identificaciones con foto de cachetes inflados. Papeles que, con el afán de liberar te esclavizan más al mundo pero que ahí los andás para no descuadrar. Una fotografía del papá, de la mamá y de los abuelos. Mis non gratos shorts, un antiácido, un calzón limpio. Un amuleto robado y más facturas que salen de la nada.

La cosa se va volviendo impaciente cuando te encontrás de pronto con todo aquello que creíste haber dejado tirado, enterrado u olvidado en el camino sin intenciones de volver a encontrarlo. Y me tuve que sentar un rato. No para reflexionar, no para nadar como los mártires en el dolor o para podrirme de odio o para volver a sentir ese amor desmedido. Sólo quería detenerme a contemplar eso que me transformó en lo que ahora soy –para fortuna o desgracia-.

Para escarbar un poco más, sabía que tenía que tomarme el tiempo necesario... y respirar. Me reí con las cartas que envié y me reí aún más con las cartas recibidas. Ahí están todavía las cajas de regalo que le di para su cumpleaños. Sin explicación alguna, todavía está ese cursi y largo poema que me escribió para (obnubilarme) enamorarme. Están ya inertes las ganas de verle, de oírle, de escucharle, de platicarle. Los besos que duraron horas y días y que brotaron mares y lagunas de aquel cuartito. Todavía está esa noche, de tantas, que llegó impaciente a tocarme. Sigue también ahí, aquella tarde, de varias, cuando me dejó sola, de pie, con el beso en la boca, con mil dudas y con el cariño ciego, como la más idiota de las idiotas. Siguen ahí mis 23 y mis 24 con los ojos hinchados. Para mi sorpresa ahí está todo, todo menos él ni el amor que me hizo sentir.

Yendo para lo más profundo, hay otras cosas con varias capas de polvo que es preferible no sacudir para evitar una pequeña catástrofe, como aquellos orgasmos infinitos que por poco y desembocan en adicción. Por otro lado, hay otras que por más que les eche tierra por más de una década nunca dejan de estar, pero se acomodan al ritmo de la caminata y a los zapatos para poder seguir.

Ya la faena de depurar se va transformando en una especie de catarsis y el aire se vuelve menos pesado. Me encontré luego, a cada tropezón que di, desde los que dejaron marca en mis rodillas y los que dejaron marca en los demás. Por suerte, ahí sigue una sonrisa esperándome. Un pequeño albor que me entendió y decidió esperar.

Al final de la pequeña bolsa todavía quedan residuos y basura. Quise sacar justamente eso, lo que sobra, lo que no me sirve. Las facturas, el sucio, los pelos, el paquete vacío de chicles y el recado contaminado de mota junto a los amores que ya cumplieron su labor: vinieron, jodieron y se fueron. 

Una vez sacado todo en la mesa, sacudo la mochila, con mala técnica y sopor me dispongo a coser lo que está roto y de a poco, voy metiendo de una a una, cada cosa que fui sacando. Pero esta vez, cambiándoles de lugar y acomodándolas. Sin que choquen unas con otras para que convivan mejor y me dejen vivir más tranquila a mí y a mi espalda.


A simple vista, la dinámica funcionó. Me paré firme descalza y me puse otra vez la condenada mochila. Sin duda pesa muchísimo menos, pero sé que todavía falta mucha limpieza. Sigo aprendiendo a buscarme y encontrarme la paciencia. Aún queda espacio, pero hay ciertos miedos que siguen estorbando. En este preciso momento agarro los zapatos más cómodos y me aventuro de nuevo al camino. Me encanta la idea. Voy en paz y voy feliz mientras pienso que no está nada mal para tener a penas 25 y seguir cargando con todo y mis vidas pasadas en esta espalda de anciana, esperando con los brazos abiertos para seguir guardando más recuerdos, más amores, más dolores.  

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