martes, 29 de julio de 2014

PEQUEÑOS INFINITOS

Mi reloj despertador está programado a las 6:20 de la madrugada. Cada día, empezando el lunes y concluyendo el viernes, suena una fastidiosa campana con el volumen de un mega-turbo parlante que está a dos centímetros de mi oído. Al mismo tiempo que pone histéricas a mis neuronas, espanta a los gatos del techo y a los quecos que se pasean por la ventanita de mi cuarto. A ninguno nos gusta el ruido a horas tan tempranas.

Desactivo la alarma y espero cinco minutos para que suene otra vez pero es imposible volver a dormir tan rico. El clima de mi cama en la mañana es lo mejor que hay en el mundo. Suena otra vez el fastidio y lo desactivo para siempre. Estoy enojada. Podría apostar cualquier cosa, estoy segura de que no hay un ser humano registrado en la historia de la vida, que sintiera algún tipo de empatía por esa manera tan violenta de despertar. Me quedo acostada pero con los ojos bien abiertos. Esta mañana hay algo diferente. En mi espalda siento el roce de un torso muy cálido.

Luego de un enorme esfuerzo y con una cruz de pantomima plasmada en el pecho -como toda falsa católica-, decido finalmente sentarme en la cama. Lo primero que debo hacer es revisar mi teléfono, le escribo unas cuantas líneas a un futuro pasado. Estoy triste, pero ahora tengo más pereza que tristeza. Volteo a ver al torso cálido, que se despierta con su propia alarma pero el ritual es más práctico: estira las piernas y los brazos y a la primera ya está amanecido.

Yo, en cambio, soy igual que el común denominador; me gusta perder el tiempo (todo el tiempo del mundo), maldito tiempo. Ahora estamos con la luz difuminada, pero verlo ahí arropadito y cómodo me causa envidia, dejo el aparatito mortífero adictivo a un lado y me recuesto en su pecho como en los viejos tiempos, - cinco minutos más- le suplico, y me responde que sí con sus manos ásperas, mientras me acaricia la espalda. Me voy quedando dormida otra vez.

Un pequeño infinito puede tener distintas valoraciones, según lo queramos ver. Ahorita se me vienen mil a la cabeza pero solo retengo los que quiero retener. Cada vez que me siento en el toilet por la mañana, tengo un pequeño infinito, me gusta pensar y pienso en todo y en nada. Cuando estoy en un  semáforo en rojo tengo el pequeño-enorme infinito de miedo de que un motociclista me enseñe una pistola, me obligue a bajar el vidrio, y me asalte. Cuando me tomo un café con mi amigo de las cinco de la tarde y hablamos de un millón de cosas sin aburrirnos, tengo el mejor infinito de un día cualquiera. Cuando mi dentista me está taladrando los dientes es el más torturador infinito. Cuando me como una pizza cargadísima de ajo con albahaca y cuando me fumo un porro viendo a las estrellas, es el infinito más finito.

Pasar un domingo en La Montaña con la familia reunida, verlos divertirse tomando ron y contando chistes, es y será mi infinito favorito de toda la vida. La risa de mi abuela, la mirada amenazadora de mi madre, la última plática que tuve con mi padre, las ocurrencias de los más cipotes de la casa y todo aquello que se va atesorando dentro de mí como una implosión de segundos, de un micro segundo, de milésimas de segundos, y la milésima de la milésima de aquel micro segundo, imposibles de contar.

No es necesario estudiarse toda la teoría de la relatividad del tiempo de Albert Einstein. Ni el Teorema del cantor para entender cómo funciona el tiempo y esos infinitos. Basta con detectar ese momento y declararlo eterno con toda propiedad. Yo prefiero la simpleza, sé que he tenido los mejores infinitos, reemplazables, aunque después vengan otros, sé que estos son los mejores.

Hay algunos infinitos que no los repaso porque aunque yo no me lo creo, por ratos tengo  lapsus de cobardía y miedo. Nunca me gustó ese hábito recurrente que tienen los románticos de sufrir. Yo nací en una época un poquito más moderna, en la del Valeverguismo Concienzudo para ser más precisa, aunque nunca falta el anticuado amante de la tragedia shakesperiana que se resiste.

Aprovechar los tiempos y acomodarlos a conveniencia no es tan fácil, pero es posible.  Es curioso que no pueda extender un poco más esos cinco minutos en mi despertador pero sí podría poner en cámara súper lenta medio minuto de duración de un beso. No es un poder sobrenatural, es la discapacidad de amar.

 Cuando escribo tengo un pequeño gran infinito que disfruto mucho y casi nunca me no me doy cuenta pero curiosamente es el más efímero de todos.  Cuando voy a correr y observo a la gente extraña mientras escucho Valerie de Amy Winehouse y siento algo parecido a un orgasmo. Cuando estoy peleando, tratando de arreglar lo irreparable conmigo misma. Cuando lo veo a él y cuando lo veo a él.

El pequeño infinito más cruel del pasado reciente fue cuando me desperté aquel día por tercera vez y las manos ásperas -de un infinito que había olvidado-, dejaron de tocarme y supe que era hora de seguir sola y dejar de sentirme más sola con su compañía. Que hay momentos que no les cabe ningún remake o un replay. Me di cuenta de que ese pequeño infinito que tuve y ese otro pequeño infinito que tengo, ya fueron y que ya no serán más, para el mal de ninguno y probablemente para el bien de todos.

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