domingo, 28 de abril de 2013

La Mejor Cicatriz


Hace cinco meses fui (por voluntad propia) al hospital a que me practicaran una pequeña cirugía en la espalda. Para mí era sólo un grano de esos que son imposibles, que no salen con ningún remedio de las tías, ni los violentos esfuerzos de mi madre. No podía ponerme yo camisas escotadas porque me acomplejaba el hecho de que todos me preguntaran “¿qué tenés ahí?” Y que se autonombraran médicos expertos, fruncieran el ceño y con el dedo índice intentaran tocarlo, darme su diagnóstico y recetarme remedios caseros. Realmente me fastidiaba eso.

Entonces por vanidad y tranquilidad emocional, le pedí a mi mejor amiga que me consiguiera una cita en el hospital donde hace sus pasantías y como yo vengo de una familia de pichicatos y yo honro a mi familia, cada oportunidad de ahorrar dinero no se puede desaprovechar. Un pinche grano me costaría unos tres mil lempiras en una clínica privada que bien podrían ser tres vestidos o tres pares de zapatos.

Todo estaba listo. Iría en la mañana al hospital y al medio día tenía que ir a la universidad a preparar la presentación de una investigación. Eran mis últimas clases, los últimos días, trataba de poner empeño.

El cirujano del cual no me acuerdo ni el rostro ni el nombre, parecía un hombre sereno. Mi mejor amiga y otros cinco estudiantes más con gabachas, guantes y mascarillas, estaban todos ansiosos como Jack el Destripador por ver sangre y dolor ajeno. Había otros pacientes en sala. Nunca antes me habían hecho ningún tipo de cirugía (bendita sea la vida), ninguna si no cuento la vez que un tío me sacó una uña encarnada y tuvo que anestesiarme.

Anestesia. Jummmm… duele. Una disyuntiva aceptable tomando en cuenta lo que iba a suceder después. El doctor, como acostumbrado a lo de todos los días, inspeccionó el susodicho grano. Me dijo que sería una incisión pequeña y que no tenía por qué preocuparme. Me señaló la camilla, me dijo que me acostara boca abajo pero antes, sin flores ni palabras bonitas me dijo: “quitate la camisa y el sostén.” Busco con la mirada a mi amiga y  en un instante reacciona. Corre la cortina y me tapa para que los mirones no intenten ver mis miserias.

La jodida inyección me dolió hasta allá donde les conté. Pero el dolor se disipó rápido. El doctor preguntó si sentía algo, pero solo escuchaba los golpecitos que hacía con sus dedos en mi espalda. Empezó la sajadura. No sentía nada pero escuchaba los vasitos de sangre haciendo explosión y por ende la misma corría por mi cuello. Era algo aterrador. Sentía como halaban mi piel cual si fuere una res. No era doloroso pero sin muy incómodo.

Alcanzaba a gemir como un gatito y mi mejor amiga me decía: tranquila bebé. El doctor asombrado repite: “¿bebé?”, a lo que mi amiga le responde riendo en forma de explicación: “si, así le digo, es mi mejor amiga.” El doctor comprende y lo encuentra chistoso. “Ya vamos a terminar bebé”, me dice. Y yo en mi mente esbozando un insulto para el simpático doc y mi exasperación cada vez más notable.

El asunto es que lo que parecía un inofensivo grano o lipoma en realidad era un quiste que iba creciendo hacia adentro. El doctor tuvo que hacer más grande la incisión y le llevó más tiempo del previsto. Cuando lo extrajo pidió que lo llevaran al laboratorio para una biopsia y comenzó a suturar. Me dieron unos calmantes para el dolor porque el efecto de la anestesia ya estaba pasando. La bebé se fue a su casa toda tasajeada y dolorida.

Las cicatrices físicas pueden ser para algunos antiestéticas o repulsivas. Ahora yo las veo como un símbolo de victoria tal cual son las cicatrices espirituales y de las que a su vez tengo mis reservas. Pues no tienen la más mínima similitud. Ni el grado de dolor, de ardor, tiempo de sanación y proceso de cicatrización. O podría alguien decirme en cuánto tiempo se sana la herida que llevo dentro desde que asesinaron a mi padre. Una herida, un dolor que sigue latente pero no se desangra gracias a Dios.

La cicatriz que parece un enorme lunar en mi muslo izquierdo fue gracias a un accidente de moto que tuve con mi mejor amigo, no impide que me ponga mis mini shorts, pero no deja de acomplejarme de vez en cuando. Nunca tuve reparo en las marcas de mis sufridas rodillas hasta que un tipo me dijo el otro día que quería besarlas. La cicatriz en mi pie por aquel clavo. Mi dedo índice deforme en mi mano derecha por aquel primo que quería molerlo cuando éramos niños. En fin… Son tantas y todas tienen su respectiva historia.

Y qué hablar de esas que van por dentro. Esas sí que son pocas pero no estoy segura de que sanen por completo algún día. Esas cicatrices que te recuerdan ese momento traumático que te llevó al fondo de la más oscura de las oscuridades pero que por alguna razón saliste de allí, pero el miedo latente por no caer otra vez en el mismo lugar te hace vulnerable.

El amor que llegó, te hizo jodidamente feliz, se fue y te hizo jodidamente miserable. Aquellas palabras que utilizó tu madre para regañarte pero por alguna razón te dolieron más de la cuenta. Aquellas traiciones de los mejores-peores amigos. El imbécil que te dejó marcas en el cuerpo y en el corazón. Todas esas grandes, medianas y pequeñas laceraciones que no te dejaron más fea o más imperfecta, más bien te hicieron más avispada, menos ingenua y más “chingona”, como decía mi progenitor.

Según mi amiga soy “queloide”, o sea que las cicatrices dejan marcas acrecentadas en mi piel. La cicatriz del quiste que quitaron en mi espalda parece más bien cicatriz de una bala. Pero no me acompleja más y cuando los curiosos me preguntan qué te pasó, les contesto que me pegaron un balazo en una fiesta en Olancho y algunos se lo creen.  

La mejor cicatriz quizás no la tengo aún. Quizás sea otro raspón, quizás otro amor malogrado y superado. Quizás la cesárea de un parto… la mejor cicatriz quizás esté por llegar pero la llevaré con orgullo como llevo las otras, como la bandera del país de las victoriosas, donde lo que no te mató te hizo más fuerte y más cabrona.

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