Hace cinco meses fui (por voluntad propia) al hospital a que
me practicaran una pequeña cirugía en la espalda. Para mí era sólo un grano de
esos que son imposibles, que no salen con ningún remedio de las tías, ni los violentos
esfuerzos de mi madre. No podía ponerme yo camisas escotadas porque me
acomplejaba el hecho de que todos me preguntaran “¿qué tenés ahí?” Y que se
autonombraran médicos expertos, fruncieran el ceño y con el dedo índice
intentaran tocarlo, darme su diagnóstico y recetarme remedios caseros. Realmente
me fastidiaba eso.
Entonces por vanidad y tranquilidad emocional, le pedí a mi
mejor amiga que me consiguiera una cita en el hospital donde hace sus pasantías
y como yo vengo de una familia de pichicatos y yo honro a mi familia, cada
oportunidad de ahorrar dinero no se puede desaprovechar. Un pinche grano me
costaría unos tres mil lempiras en una clínica privada que bien podrían ser
tres vestidos o tres pares de zapatos.
Todo estaba listo. Iría en la mañana al hospital y al medio
día tenía que ir a la universidad a preparar la presentación de una
investigación. Eran mis últimas clases, los últimos días, trataba de poner
empeño.
El cirujano del cual no me acuerdo ni el rostro ni el nombre,
parecía un hombre sereno. Mi mejor amiga y otros cinco estudiantes más con
gabachas, guantes y mascarillas, estaban todos ansiosos como Jack el
Destripador por ver sangre y dolor ajeno. Había otros pacientes en sala. Nunca antes
me habían hecho ningún tipo de cirugía (bendita sea la vida), ninguna si no
cuento la vez que un tío me sacó una uña encarnada y tuvo que anestesiarme.
Anestesia. Jummmm… duele. Una disyuntiva aceptable tomando
en cuenta lo que iba a suceder después. El doctor, como acostumbrado a lo de
todos los días, inspeccionó el susodicho grano. Me dijo que sería una incisión pequeña
y que no tenía por qué preocuparme. Me señaló la camilla, me dijo que me
acostara boca abajo pero antes, sin flores ni palabras bonitas me dijo: “quitate
la camisa y el sostén.” Busco con la mirada a mi amiga y en un instante reacciona. Corre la cortina y
me tapa para que los mirones no intenten ver mis miserias.
La jodida inyección me dolió hasta allá donde les conté. Pero
el dolor se disipó rápido. El doctor preguntó si sentía algo, pero solo
escuchaba los golpecitos que hacía con sus dedos en mi espalda. Empezó la sajadura.
No sentía nada pero escuchaba los vasitos de sangre haciendo explosión y por
ende la misma corría por mi cuello. Era algo aterrador. Sentía como halaban mi
piel cual si fuere una res. No era doloroso pero sin muy incómodo.
Alcanzaba a gemir como un gatito y mi mejor amiga me decía:
tranquila bebé. El doctor asombrado repite: “¿bebé?”, a lo que mi amiga le
responde riendo en forma de explicación: “si, así le digo, es mi mejor amiga.” El
doctor comprende y lo encuentra chistoso. “Ya vamos a terminar bebé”, me dice. Y
yo en mi mente esbozando un insulto para el simpático doc y mi exasperación
cada vez más notable.
El asunto es que lo que parecía un inofensivo grano o lipoma
en realidad era un quiste que iba creciendo hacia adentro. El doctor tuvo que
hacer más grande la incisión y le llevó más tiempo del previsto. Cuando lo
extrajo pidió que lo llevaran al laboratorio para una biopsia y comenzó a
suturar. Me dieron unos calmantes para el dolor porque el efecto de la anestesia
ya estaba pasando. La bebé se fue a su casa toda tasajeada y dolorida.
Las cicatrices físicas pueden ser para algunos antiestéticas
o repulsivas. Ahora yo las veo como un símbolo de victoria tal cual son las
cicatrices espirituales y de las que a su vez tengo mis reservas. Pues no
tienen la más mínima similitud. Ni el grado de dolor, de ardor, tiempo de
sanación y proceso de cicatrización. O podría alguien decirme en cuánto tiempo
se sana la herida que llevo dentro desde que asesinaron a mi padre. Una herida,
un dolor que sigue latente pero no se desangra gracias a Dios.
La cicatriz que parece un enorme lunar en mi muslo izquierdo
fue gracias a un accidente de moto que tuve con mi mejor amigo, no impide que
me ponga mis mini shorts, pero no deja de acomplejarme de vez en cuando. Nunca tuve
reparo en las marcas de mis sufridas rodillas hasta que un tipo me dijo el otro
día que quería besarlas. La cicatriz en mi pie por aquel clavo. Mi dedo índice
deforme en mi mano derecha por aquel primo que quería molerlo cuando éramos
niños. En fin… Son tantas y todas tienen su respectiva historia.
Y qué hablar de esas que van por dentro. Esas sí que son
pocas pero no estoy segura de que sanen por completo algún día. Esas cicatrices
que te recuerdan ese momento traumático que te llevó al fondo de la más oscura
de las oscuridades pero que por alguna razón saliste de allí, pero el miedo
latente por no caer otra vez en el mismo lugar te hace vulnerable.
El amor que llegó, te hizo jodidamente feliz, se fue y te
hizo jodidamente miserable. Aquellas palabras que utilizó tu madre para
regañarte pero por alguna razón te dolieron más de la cuenta. Aquellas traiciones
de los mejores-peores amigos. El imbécil que te dejó marcas en el cuerpo y en
el corazón. Todas esas grandes, medianas y pequeñas laceraciones que no te dejaron
más fea o más imperfecta, más bien te hicieron más avispada, menos ingenua y
más “chingona”, como decía mi progenitor.
Según mi amiga soy “queloide”, o sea que las cicatrices dejan
marcas acrecentadas en mi piel. La cicatriz del quiste que quitaron en mi
espalda parece más bien cicatriz de una bala. Pero no me acompleja más y cuando
los curiosos me preguntan qué te pasó, les contesto que me pegaron un balazo en
una fiesta en Olancho y algunos se lo creen.
La mejor cicatriz quizás no la tengo aún. Quizás sea otro
raspón, quizás otro amor malogrado y superado. Quizás la cesárea de un parto…
la mejor cicatriz quizás esté por llegar pero la llevaré con orgullo como llevo
las otras, como la bandera del país de las victoriosas, donde lo que no te mató
te hizo más fuerte y más cabrona.