martes, 8 de marzo de 2016

EUGENIA

Pasan más de las diez y Alfonso no regresa. Con el camisón manchado con de leche, el pelo espantado, el tarrajazo en el perineo todavía fresco, los pechos hinchados, con el apellido atravesado y los treinta años a punto de estallar, Eugenia sale a buscarlo. 

Se cansó de pasearse con el chigüín en brazos por los corredores, la sala y los cuartos. Desde las seis de la tarde envió al demorado a buscar leche de vaca porque el tierno no quería agarrar la teta. Su desesperación aumentaba cuando escuchaba de su hijo aquellos chillidos que atravesaban muros y le acuchillaban el alma. Desde que nació el pobrecito sólo ha comido unas tres veces. La partera le advirtió que tenía que darle sólo pecho porque salió del vientre un poco azul. Pero Eugenia se cansó de intentar y le encomendó la tarea a su marido de ir a buscar con su hermana el alimento para el pequeño. Un tanto de mala gana, Alfonso, que recién llegaba de la carpintería, se volvió a poner la camisa sudada, agarró la cartera y salió. 

Despierta a la hija mayor, Mariana, para que le espiara al niño. Se pone un vestido limpio y, con dificultad, unas sandalias de cuero que tiene debajo de la cama. Sus pies, todavía hinchados, cruzan toda la casa con prisa para salir, no sin antes darle instrucciones a la pequeña de ocho años, quien no para de restregarse los ojos para despertarse.

Pasando la casa de Doña Aurora, la hermana de la iglesia, está uno de los lavacarros del río sentado en la acera. Lo conoce desde niño y hasta le ha hecho mandados, lo saludó con la mano de paso, pero él le señaló lo que andaba buscando.

-Si anda buscando a Foncho, su esposo, se metió desde ya ratos a la cantina de Chayo con Cachohueco y otros músicos.De inmediato se detiene y se le calienta el pecho de la cólera. Se da la vuelta y envía al muchacho a un mandado especial.

-Entrás y le decís a ese zarandajo que si no llega ahorita mismo, encuentra todos sus trapos en la calle. 
Tal cual un soldado en misión, aquel percudido salió sonriente con el mensaje en camino al chupadero. 

Eugenia regresa con el diablo dentro, una leona recién parida, desesperada porque su cría no ha comido. Entra al cuarto de golpe. Vea Mariana dormida en la mecedora con el niño sollozando en brazos. No le queda ni tiempo, ni corazón de regañarla. Se quita el vestido en un arrebato, agarra al chigüín, se sienta en la cama y le pone la teta en su boquita.

-Ya me cansé de contemplaciones. La agarrás porque la agarrás. Los dos ya estamos cansados. 
Como si el bebé atendiera a un regaño serio de su madre, encuentra la teta y empieza a mamar con la furia y el frenesí que sólo conocen los hambrientos. Ambos suspiran de alivio.

A la media hora el comensal se queda dormido y la rabia mantenía despierta a Eugenia. Se levanta con el cuidado de no despertarlo y lo pone del mismo modo en la cuna. Se acerca a la puerta y escuchó unas llaves. Alfonso por fin regresó con el encargo. Ella, sigilosa, se colocó detrás de la puerta y esperó que el marido entrara, éste, tratando de hacer el menor ruido posible, pero con la torpeza de los tragos, entró en puntillas y cerró la puerta con la sutileza de una mariposa, pero se llevó el susto de la vida. 
-¿Para dónde vas? – le pregunta Eugenia con mucho recato, sin inmutarse, mientras Alfonso pega un salta, llevándose la mano al pecho. 
-Aquí te traje la leche… lo que pasa es que me encentré a Cachohueco y se me pasaron las horas, pero aquí está lo que pediste.- le responde sin mirarla a los ojos.

Eugenia explota en cólera y le canta un par de insultos. Alfonso recuerda la plática que tuvo con su compadre Cachohueco después que recibió el mensaje de su mujer en la cantina. “Si vos le mostrás miedo a tu señora, se te va a montar. Yo tuve un tío allá por Lepaguare que era el más pataste con las mujeres, pero un día le aconsejaron que las macaneara y la suerte le cambió. Después el que mandaba era él, como debe ser pues”, le persuadió. 

Alfonso, sin mediar palabra, agarra a Eugenia por los brazos y le pega unas cuantas sacudidas. Ella, como puede, logra zafarse y le sirve tres aruñones en el cuello que encenden aún más a Alfonso, mientras rebotan en su cabeza las palabras de su amigo. Al sentirse que gana la lucha y temblando de ira, Eugenia se da la vuelta, pero no alcanza a dar un paso cuando siente un violento jalón de pelo que le arquea casi toda la espalda. Sacando la poca fuerza que le restaba, consigue morderle la mano y sale corriendo con mucha dificultad hacia el cuarto. Alfonso no la sigue. Se queda tirado en la hamaca del patio. 

Ya más calmada, pero con dolor intenso en la entrepierna y la cabeza, Eugenia se echa en su cama junto a Mariana. El bebé duerme plácido y sus otros tres hijos también. No escucharon nada. Eso la tranquiliza un poco, pero se suelta a llorar quedito. Peiensa en abandonarlo. Sabe que después de una mano levantada no hay regreso. Desde que el tercer hijo nació, hace dos años, Alfonso agarró la costumbre de irse de cantina con los amigos, por eso discutían casi a diario, pero nunca fue un borracho violento, al menos no hasta hoy. Sabe que la ha herido a profundidad más allá de los golpes y no piensa ahogar su resentimiento.

De hecho nunca lo hizo. Recuerda aquella vez, cuando Alfonso empezó a llegar tarde. Le sirvió el desayuno frío, con el café sin azúcar y los frijoles con olor a quemado. Él se comió todo excepto los frijoles. A la mañana siguiente, sin hablarle, si quiera, le volvió a servir los mismos frijoles, pero esta vez con un huevo crudo. Alfonso, no renegó, no dijo nada. Sólo aceptó el mensaje, se levantó y se fue a comer a la calle. Al otro día, en la mesa seguían los frijoles y el huevo que ahora olían a podrido. Alfonso no pudo más. Le pidió perdón a Eugenia y no volvió a salir durante un mes. 
Pero el cambio le duró poco cuando llegó Cachohueco al pueblo, no se veían desde niños y el reencuentro ameritaba celebrar. Esa noche llegó casi a las cuatro de la madrugada y Eugenia había cerrado todas las puertas de la casa. Alfonso tampoco renegó y se quedó a dormir en la acera de su propia casa. Después las salidas eran constantes a Eugenia se le acortaban las ideas para castigarlo. Ese día finalmente se hartó. 

Ya faltan poco para las dos De la mañana y no ha pegado el ojo. Se levanta a ver el bebé y sigue durmiendo, plácido. De la repisa desconecta una lámpara, una de las que le heredó su madre, Teresa. Se dirige al patio y observa a Alfonso durante unos minutos mientras escucha los estruendosos ronquidos. Eugenia le pega una sutil patada en las nalgas colgantes , Alfonso se suspende en un grito ahogada y ve a su esposa con los brazos extendidas con una lámpara en manos.

-No sé si te vaya a perdonar lo que hiciste. Lo que sí estoy segura es que no me volvés a poner un dedo encima porque antes, te morís. Te lo juro por mis cuatro hijos.- le advierte con una voz pacífica pero firme. Alfonso, asustado como ternero tierno, le cree cada palabra y le suplica con la mirada que no deje caer esa lámpara. 

Eugenia, sabe que volvió a ganar. Pero algo dentro de ella se había apagado para siempre. Al siguiente día Alfonso no sale, se queda en casa ayudando a cuidar a los otros niños. Aún no se hablan, pero él no resiste la indiferencia de su mujer. Al cabo de unas semanas ve que ni quedarse en casa todas las noches, hasta los sábados la contenta. Sin saber qué hacer empieza a ayudarle en tareas que nunca en su vida hizo, como preparar la cena. De vez en cuando, los plátanos mal cocidos, le sacan una que otra sonrisa a Eugenia, sin embargo, en ella se ha instalado un resentimiento invisible. Una duda que duerme todos los días entre ellos. La certeza de que nunca más le volverá a ver igual.