Calle Caminito, Barrio de La Boca, Buenos Aires |
Hoy cumplí un mes de estar en Buenos Aires. Para mi
dicha, las aguas ya están calmas. Ya no está lloviendo, pero este frío
hijueputa no cede. Es la primera vez que veo un otoño tan marcado y es precioso,
me encanta. Ahora que tengo un lugar donde guardar mis libros, los pocos trapos
que traje y mis pendientes, me doy un chance de salir a curiosear, a caminar
sin rumbo y perderme por las calles interminables vapuleadas por hojas en el
centro de la ciudad.
Alquilo un cuarto de un departamento en Recoleta, la zona
cheta (de la fresada) y más pretensiosa de la capital. Mi pequeño espacio tiene
todo lo necesario menos calefacción. No puedo evitar extrañar una pierna y un
pechito para abrigarme y escabullirme a estos 10 grados. Es una tortura que
apaciguo tomando del poco café hondureño que me queda, el que ha sobrevivido a
las uñas del hijo de mi casero, don Patricio, quien al parecer le encanta el
aroma de Marcala.
Don Patricio me dio buena espina desde el principio. De unos
setenta y pico, calvo, con pinta de viejo hiperactivo. Siempre serio y mirando
a los ojos. Tengo la leve sospecha que se está quedando sordo porque acerca el
oído luego de preguntar y después vuelve a preguntar, por ratos alza muy fuerte
la voz que pareciera estar puteando. Por las pocas cosas que me ha contado y
las que yo todavía no me atrevo a preguntar, sé que tuvo un comienzo a su vejez
muy difícil. Perdió a su esposa hace unos años, murió de cáncer. Tiene al hijo
menor adicto a los estupefacientes, -l que vive en casa- enrollado con la ley y
en vías de recuperación. Otro hijo se le fue para Quito y otro quien sabe donde
esté pero nunca ha llegado a visitarlo durante el tiempo que he estado aquí.
Por Don Patricio he empezado a conocer un poco la idiosincrasia
del porteño: obstinado, peleonero, panadero, aficionado a lo que sea pero con
toda la pasión, sarcástico y muy cordial. Hay días en los que no soporto que me
pregunte lo mismo cada media hora. Que me diga Elizabeth, ¿necesitás otra
frazada?, cuando ya le he respondido días anteriores que con las tres colchas
que me dio estoy bien y que no me llamo Elizabeth. A la mañana siguiente viene
y me dice, Elizabeth, ¿y todo esa plato es para vos sola o es para dos días? Cuando
me ve huyendo para el cuarto con mi desayuno catracho. Pero en general no jode
tanto. Quizás es solo su deshilachado instinto paternal, a juzgar por el
recibimiento a su hijito gordito de treintainueve años, que le dio sus peores
dolores de cabeza. Macrista hasta el final de los tiempos, está convencido que
yo le creo todo lo que me dice. “Este país está así por falta de comunicación,
yo le dicho a Macri que le diga al pueblo por qué le aumenta a las cosas. Que
explique los ajustes que hace porque aquellos dos (Cristina y Néstor) se
cagaron en todo.” Tomaría por tonto a don Pato si no fueran sus múltiples
diplomas y reconocimientos en su estudio y en toda la casa, porque tiene una vasta
y variada biblioteca y porque me encanta la música clásica que pone los
domingos en la tarde aunque yo no tenga puta idea de quién es o son los
artistas.
En casa viven otras dos personas además de Don Patricio y su
hijo. Un colombiano y otro argentino de provincia. Antes que yo estaban dos
venezolanas que solo vi de paso y me heredaron un aceite de girasol y un café
de su país que aún no pruebo. El colombiano solo llega dos veces a la semana
porque trabaja en Mendoza. El argentino siempre me pregunta lo que estoy
cocinando con la esperanza que le convide algo pero yo me hago la loca. No es
egoísmo, estoy aprendiendo a ser ahorrativa mientras encuentre un lugar donde
comprar maseca sin que me saquen un ojo de la cara. Hoy no quiero hablar de
finanzas y costos en esta ciudad porque me causa mucha tristeza. La otra roomie
es Juana, la perra labrador de Don Patricio. Está obesa y todo el tiempo la
ponen a dieta pero no le resulta. Puede oler un buen pedazo de carne a cien
metros. Es una dulzura que le encanta posar cuando le sacan fotos.
En resumidas cuentas estoy bien, salvo por esos días que
amanezco de nuevo en Tegucigalpa y todos sus vergueos. Cuando una noche de repente
estoy llorando desconsoladamente sin saber con precisión el motivo, sólo lloro
como si estuviera meando y necesitara vaciar el frasco.
Buenos Aires me ha recibido bien y yo la abrazo como puedo. Cada
paso en sus avenidas me resulta magnífico, con ganas de ir más allá y comérmela
de un solo bocado. No me ajustarán dos años para conocerla, ni tampoco diez. Estuve
25 años en Honduras y todavía ni la conozco ni la entiendo. Esta noche
continuaré con mi ciclo de cine argentino. Ya dejé a un lado el libro de Borjes,
porque me hacía caer en nostalgias absurdas, y de nostalgias ya tengo
suficientes. Cada día me acostumbro más a leer las entrelíneas de Marx y lo que
tratan de descifrar a Marx. El dolor en la espalda y el cuello no cede y no
ayuda el ungüento que me dio Don Patricio. Ayer empecé a hacer abdominales porque
increíblemente me está bajando la panza a pesar de toda la pizza y el jamón que
le meto. Seguramente después tendré más chance de ver más para adentro y
deshilar los dolores, por ahora solo quiero disfrutar a esta malvada
maravillosa, a la gran ciudad de la furia.
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