domingo, 24 de agosto de 2014

DECENA-MORA-MIENTO


Suele pasar como a mitad de un año bisiesto. Estás más que fastidiada por tanto imbécil que existe en el mundo –sobre todo, los que han pasado por el tuyo, con mucha pena y con poca gloria-. De pronto estás sentada frente a una computadora y querés escribir lo que putas sea para entender qué pasa con tu vida.

Entonces, sumergida en el mar de la amargura, te da una pereza gigantesca levantarte un sábado. No querés hablar con nadie, ni siquiera con tu madre, pero estás pendiente a cada minuto del celular para ver si él te escribe. Te proponés pasar todo un día en cama sin cambiarte el calzón. Por suerte alguien dejó tirado en la refri medio tarro de helado Hägen-Dazs y eso mejora inmediatamente tu mañana, sin embargo, una vez que se acaba el “chocolate, pralines & caramel”, vuelve a golpear la realidad sin misericordia.

¿Qué sucede? Te pusiste a darle replay al cassete y empezás a recrear momentos, no podés evitar sonreír con ese beso, después sentís una brisa distante por allá, al sur, donde todo es bonito y la sonrisa revienta como ola en los dientes que presionan tu labio inferior. Es tortuoso. El recuerdo ahora cae como bofetada, te enojás y al rato te da tristeza. Una lágrima desleal se te quiere escapar pero todavía te queda un poco de astucia y lográs retenerla. Todo sigue como ayer. Encendés la tele y te ponés a ver cualquier gringada, entre más basura, mejor.

Un par de horas después se divisa una luz confusa en tu lóbulo frontal. Pasas frente al espejo con tu pijama de hierro, intentas peinar con la yema de los dedos las hebras insurrectas de tu cabeza aceitosa. Observás a detalle tu figura y te das cuenta de que deberías volver a hacer ejercicio -pero la sugerencia no viene traslapada con un reclamo sino de una súplica-. Te acercás un poco más a tu reflejo y te encontrás con un punto negro en la nariz, y otro y otro, y otro y varios más. Ahí si te dejás escapar un sonoro insulto por tu descuido no sin antes inventar una mejor idea para superar los indicios de una eminente depresión: ir al salón de belleza a hacerte un peeling.

La vanidad siempre trae regocijo a las mentes débiles y hoy no tenés ganas de hacerte la fuerte. Y entonces, como siempre, el agua trae esperanza. Te lavás el pelo y el cuerpo, te cambiás los calzones, te dejas caer encima un vestido bonitillo, de esos que roban buenas y malas miradas. Entrás al lugar con la idea de salir más bella y menos triste. Hay una mujer con cara de pocos amigos que te mira de pies a cabeza y te pregunta ¿qué se va a hacer?. –una limpieza facial-, contestás fingiendo seguridad absoluta.

La mujer no dice nada y te lleva a un cuarto aparte. Te pide que te acostés en una especie de camilla de hospital. Te pone dos toallas alrededor del cuello y del cabello. Se dispone a exfoliarte, mientras te explica a detalle lo que hacen las molestas piedritas con tu rostro. Te relajás por dos microsegundos hasta que sentís el primer piquetazo, auch… a sacar a los invasores de la nariz. La mujer parece no inmutarse ante tu sufrimiento, incluso parece disfrutarlo –estos puntos están muy profundos-, se excusa. Pero en realidad no te importa, sabés que hay cosas que te duelen más.

Y con una hora, unas lágrimas y seiscientos lempiras menos, te vas con la misma expresión de tragedia con la que llegaste pero con la cara muy tersa. Pensás que un café te levantará el ánimo. Llegás al Mall más cercano, comprás un latté, con el saborizante de siempre. Te sentás para observar a los demás y no tener la difícil tarea de pensar en vos.

Todo te parece tan superficial. Ves caminar a compradores compulsivos, a adolescentes riéndose con el celular, a hombres frustrados, a mujeres grises rayando las de crédito para encontrar cariño en sus Steve Madden, niños corriendo como energúmenos hacia la tienda por los pasillos, siendo felices mientras no se den cuenta de que viven en una caverna. Ves personas más tristes y más felices para no verte a vos, para no ver lo que tanto te acongoja.

Una pareja de ancianos está sentada en la otra mesa. El viejito está leyendo el periódico, la viejita lee un libro. Ambos están concentrados en lo suyo. Distantes pero con esa extraña confianza que tienen esas parejas de antaño. Ninguno se percata de que los estás viendo, así que empezás  a sorber el café sin apartar la vista a tal agradable retrato. Te recuerdan a tus abuelos y por primera vez en todo el día te sentís bien.

Te encanta hacer eso: ver y adivinar. Escudriñar en sus gestos y analizar cada detalle para bocetar su historia. Los ves por buen un rato. Dan una sensación de paz y en medio de tanto caos, es algo simplemente maravilloso, aquí nadie conoce la paz sino todo lo contrario. La escena te da ganas de llorar. Sos un caso perdido. Hasta las cosas buenas que se encuentran como aguja en un pajar en esta ciudad te ponen triste. Dejás a los viejitos tranquilos.

Mejor lees el mensaje de WhatsApp que te mandó tu mejor amiga hace media hora: “Bebé, ¿qué hacés?, estoy mal, vamos a chupar.” Sin mayor explicaciones, ni súplicas. Te quedás meditando por cinco minutos. Sabés que ese café te afectará los riñones de la misma manera en que te afectaría un Long Island Iced Tea o un Sex on the Beach. No hay muchas opciones. De vez en cuando no es tan malo ser buena amiga. Enseguida la llamas para acompañarla en su destrucción.

Es el mismo bar de siempre, en ese en el que dejan a los clientes fumar, donde el alcohol es barato y donde los meseros te leen los pensamientos. Están los mismos amigos. La colocha que sólo te llama cuando la deja el novio. La parejita disfuncional de lesbianas que te causa pesar y ternura. Tu promiscuo amigo gay que nunca sufre, que no llora si no es por placer, y tu amiga cuyo marido recién se fue de la casa.

Empezás a beber y con los minutos te va estorbando menos el olor a cigarros. “Qué terrible”, pensás. Considerás seriamente en una asistencia psicológica intensiva que te lleve a tu cerebro a tomar mejores decisiones y así elegir amigos menos disfuncinales en un futuro cercano por el bien de tu salud mental. Un estrecho cariño te une a ellos pero sabés que escuchar lloriqueos y maldiciones no es exctamente lo que necesitás ahorita, aunque que no podés moverte, sabés que ese es el único lugar donde debés estar, porque simplemente no hay otro lugar donde ir.

Más que triste te parece cómico ver como la gente cree sufrir por amor. Una vez más no querés verte a vos misma. Cuando el amor sucede, cuando se trata de teclear la primera palabra del capítulo, cuando se enciende el interruptor, se pone primera y se arranca hacia lo incierto. Cuando todo comienza es perfecto. Toda esa melindrosería es cierta cuando las personas se enamoran. La epidemia ataca parejo. Por suerte, la biología sí es socialista. Las hormonas y las feromonas no distinguen clases, ni colores ni texturas. Enamorarse es inevitable y gusta tanto porque te da el poder de volar, y para vos eso es tan, pero tan importante.

Todos hablan de cómo, cuándo y de quién se enamoran, y les gusta hablar todavía más cuando alguien los manda en primera clase y sin boleto de regreso a la mierda. Esa manía de ser tan masoquistas es propia del ser humano. En el fondo te gustaría que vos y tus amigas fueran como las leonas, las estrellas de reality show de Animal Planet, que cuando se pelean con su respectivo león, se buscan otro macho alfa, se lo cogen y si no funciona se buscan a otro, y a otro y así son felices las felinas, sin embargo, sabés que las hembras de la raza inteligente, -las que sí son inteligentes- están al tanto de que esa medida sólo sirve para alterarte la psiquis, para darte una buena dosis de culpabilidad, -cortesía del machismo- y hace que se acentúe el amor por el macho que está en tu cabeza -y el desprecio por el otro que está en tu vagina-.

Así que mejor optás por la masturbación y las películas hollywoodenses para matar el tiempo, para iniciar ese proceso intensivo de desenamorarte, a petición exclusiva del afectado, para que él sea feliz y para que vos regresés a tu estado usual de inestabilidad mental manejable.

Al final todos lo hacen. Tus amigos sufren por amor, la gente del Mall y del mercado sufren por amor, aquella pareja de ancianos seguramente sufrió alguna vez por amor y vos… vos no querés admitirlo. Te sentís en una especie de purgatorio. A veces sentís mucho, otras veces no sentís nada, más que desencanto y soledad. Cansancio y pereza, sin ánimos de seguir insistiendo en volver realidad un sueño que pareció irreal por ser tan perfecto.

Estás hastiada pero a la mitad de la borrachera y de una nube de humo, te das cuenta de que ese inservible día te ha dado una lección que insiste en ser aprendida e insertada en tu conciencia de una vez: El amor no se inventó para los débiles, sino para los que saben luchar en todos los sentidos, nunca se llega a él si no es por medio de la guerra, es por eso que se vuelve tan valioso, y los cobardes, como siempre lo desmeritan, lo ridiculizan justo como vos lo has hecho últimamente.

Tu papi y tu mami no te enseñaron a ser tan medrosa. Vamos, que en este mundo podrido amar es lo único que vale la pena. Quizás ese día llegará, estarás sentada, en la cima de tu vida, tomando café y leyendo un buen libro al lado del hombre que amás, ese, que como dice Juana, no te jode, más bien te da paz. Mientras tanto, conduce con cuidado a casa, quitate la ropa y el maquillaje, ponete  el camisón más feo, apagá el celular y la luz, pensá en él e imaginá su cuerpo encima del tuyo, tocate y hacete el amor vos sola mientras él se viene, o se regresa o se va para siempre.

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