Me desperté a las siete y
cuarenta con el pecho oprimido. Ahogada por el sopor del verano naciente y por
las incontables almohadas en la cama. Ya no quiero volver a sentir esto, pensé.
Ya pasaron las noches necesarias, ya están completas mis veinticuatro horas,
duermo lo suficiente y me despierto temprano, me reproché. Cuando no me gana el
cansancio hago mis ejercicios, tomo mis
jugos verdes por la mañana y mis cervezas todos los jueves, leo más que nunca y
me doy el lujo de sentarme a ver varias películas o series durante la semana. No
tenés tiempo para tener pesadillas, le dije a alguien que no sé exactamente
quién es, pero desde hace ratos duerme y amanece conmigo.
Con el sueño espantado en pleno
domingo me levanté a revisar gavetas y mochilas. Limpié la arena del trípode y
sentí que el mar con todo y olas me aplastaron el cráneo. Me senté en
la cama y saqué cosa por cosa. Las pastillas que quedaron a la mitad. El chap
stick de sabor cereza que me robé de un supermercado en Cuzco. Los caramelos de
coca. El libro de cuentos de Córtazar que una vez me regaló Gustavo, a quien le gustaban mis ojos, o
al menos eso decía la dedicatoria. Los tickets cortados de museos, sitios
arqueológicos y facturas, muchas facturas. En la bolsa secreta de esa mochila
que ya se volvió mía para siempre, estaba un cuarzo enredado con otra pulsera
bordada. Me sorprendí sonriendo. Mientras la liberaba con su collar de hilo
grueso, pasaba la secuencia de su historia en mis manos. La calle del mercado
de las brujas en La Paz. Los bordados, los cientos de colores, la infinitud de
personas chocando entre sí. Yo, maravillada sacando fotos y tropezando con los muchachos de los cuarzos.
-Con cuidado,- me dijo un hippie
moreno con una sonrisa colosal.
-Mejor saco mis lentes- le
respondí.
Trató de adivinar al tiro mi
nacionalidad. -¿Colombia?,- mientras me apuntaba con el dedo gordo.
–Honduras.-le dije, sin ganas de
quedarme a platicar.
-¡Honduras! Islas de la Bahía, La
Ceiba, Río Cangrejal, Lempira, hermoso país ese. El mejor ópalo que he conseguido.-
me contaba emocionado.
Me senté en la acera con él
mientras le empezaba a preguntar el nombre de cada una de las piedras que tenía bien colocadas en una manta blanca. Me contó
el compa - que resultó ser brasilero y licenciado en Sociología- que anduvo en
Marruecos, Italia, India, España y tantos otros lugares que no recuerdo. Andaba
con una minivan recorriendo toda Latinoamérica –por segunda ocasión-. Me dijo que en Honduras estuvo dos meses y que algunos amigos le aconsejaron que no se quedara
en Tegucigalpa y/o San Pedro Sula. En Rotán, les vendió a los gringos sus
piedras (muy caras) y se ajustó el pasaje para irse a Guatemala y luego a
México. Llegando a la tierra de Zapata decidió regresar al monstruo del Sur, se
compró la nave, dejó nuevamente a su familia y a su gata. Ya tenía meses
viajando sin rumbo fijo. “Siempre es difícil dejar lo que uno más quiere, pero es
más difícil no hacer lo que uno más quiere”, me decía siempre con esa, su sonrisa más grande que Brasil.
Después de platicar un buen rato
me despedí porque llegaron otros clientes que sí estaban dispuestos a comprarle cuarzos.
Seguí mi camino y llegué a una tiendita muy parecida a todas las demás. Afuera estaba
la dueña, una indígena con su traje típico impecable. Sentada y medio dormida. Con
sus manos trabajaba una artesanía. Le pregunté cuánto costaban los collares de
semillas. Pensaba llevarle uno a alguien. Sin abrir los ojos y a secas me dijo
que todos valían diez bolivianos. Entré a la tienda sin pedir permiso, empecé a
buscar y ninguno me gustó. Busqué más al fondo y detrás de los bolsos bordados,
vi que se asomaba un collar distinto a los demás. El collar de hilo verde,
corto, muy corto. La piedra era de colores tenues, tallada y estaba quebrada
pero eso no le restaba encanto. Sin dudarlo lo compré y la indígena finalmente abrió
los ojos, pensé que me pediría más por ese, pero no fue así. Salí casi
corriendo de regreso a la calle de los cuarzos, a mostrarle mi adquisición a mi
nuevo amigo de paso.
-¿¡Diez bolivianos!?.- exclamó
con los ojos bien abiertos.
-Necesito que le pongás un collar
más largo.,- dije.
-Imposible, arruinaría el trabajo
anterior. A mí me gusta tal cual está.- contestó.
No insistí. Tenía razón. Pensé en
pedirle una oferta para vendérsela. Me arrepentí. Me dijo que era una piedra
Ágata. Que sólo la había visto en Brasil y en Marruecos, pero sospechaba que también
había en Argentina. Que no costaba tanto pero que era semipreciosa y si le daba
un buen uso me serviría de equilibrio emocional-espiritual. Me reí. Siempre me
he reído de los amuletos pero siempre que puedo los ando cargando. El ónix, que le compré a Ezequiel y que no recuerdo para qué sirve. El rosario "bendecido en Roma por Benedicto" que me
regaló mi madre me acompañó todo el viaje y ahora me hace barra guindado en el
espejo del carro. Un lempira doblado en mi cartera y la virgencita de la
concepción de plata que anda cuidando mis deudas en la cartera. Que más daba
otra superstición en mi andar. Eché la piedra a mi mochila y no la volví a
sacar hasta este día.
-Vos me vas a proteger de las
pesadillas,- le ordené o más bien le supliqué. Me la colgué al cuello y le di las
gracias. Recordé ese pedacito del viaje y me sentí mucho más tranquila. Agradecida
que aquello pasó de verdad y que Ágata, toda rota, justo como estoy yo, me
encontró y se quedó conmigo para que yo la reencontrara esta mañana, con la promesa de no tener miedo las noches siguientes al cerrar los ojos.