En unos cuantos días estaré -posiblemente
muy borracha, con mis mejores amigos en algún bar de medio pelo- celebrando mi
primer cuarto de siglo. Nunca he sido buena para reflexionar por cada cagadal
cometido en el año y mucho menos he tenido la voluntad y la no-pereza para enmendarlos.
Yo creo que de eso encargará la vejez.
Por mientras, voy cargando en una
mochilita de cuero falso y tapizada con papel periódico, una serie de tonteritas
que yo guardo porque –supongo- me
servirán en el camino; sin embargo, con el andar, se va volviendo más pesada y
mi espalda que ya de herencia tiene los achaques, cada vez suplica más –entumecida
y roja- que le quite un par de cosas, para seguir avanzando más tranquila y
liviana.
Es por eso, que pasados los
rituales ridículos y gulísticos de las pascuas y del año nuevo, aprovechando la
víspera del aniversario, con mi cuarto de la casa de mi madre, que ya no es mi
cuarto sino una bodega de ropa y retrateras quebradas, me dispuse a revisar esa
mochila deshilachada, tratando de depurar lo que ya no me sirve.
Al principio fue fácil. Lo que
está encima, ligero se va a la basura y más tarde se compra en la pulpería. Empecé
por quitar los chicles. El esmalte de uñas rosado –para eventos de emergencia-que
nunca uso porque me gana la pereza. Los tampones que siempre son oportunos. Las
anticonceptivas –las fieles compañeras- que es mejor no sacarlas por si olvido
guardarlas de nuevo.
Más adentro estaba un peine con pelusa,
un lápiz tinta negro, un monedero más lleno de facturas que dinero, un celular
de tres años a punto de morir, monedas, más monedas, sucio, recado de marihuana,
más sucio, más facturas.
En las bolsas especiales, un
manojo de llaves –que nunca encuentro. Mis identificaciones con foto de
cachetes inflados. Papeles que, con el afán de liberar te esclavizan más al
mundo pero que ahí los andás para no descuadrar. Una fotografía del papá, de la
mamá y de los abuelos. Mis non gratos shorts, un antiácido, un calzón limpio. Un
amuleto robado y más facturas que salen de la nada.
La cosa se va volviendo
impaciente cuando te encontrás de pronto con todo aquello que creíste haber
dejado tirado, enterrado u olvidado en el camino sin intenciones de volver a
encontrarlo. Y me tuve que sentar un rato. No para reflexionar, no para nadar
como los mártires en el dolor o para podrirme de odio o para volver a sentir
ese amor desmedido. Sólo quería detenerme a contemplar eso que me transformó en lo que ahora soy –para fortuna o desgracia-.
Para escarbar un poco más, sabía
que tenía que tomarme el tiempo necesario... y respirar. Me reí con las cartas
que envié y me reí aún más con las cartas recibidas. Ahí están todavía las
cajas de regalo que le di para su cumpleaños. Sin explicación alguna, todavía
está ese cursi y largo poema que me escribió para (obnubilarme) enamorarme. Están
ya inertes las ganas de verle, de oírle, de escucharle, de platicarle. Los besos
que duraron horas y días y que brotaron mares y lagunas de aquel cuartito. Todavía
está esa noche, de tantas, que llegó impaciente a tocarme. Sigue también ahí,
aquella tarde, de varias, cuando me dejó sola, de pie, con el beso en la boca,
con mil dudas y con el cariño ciego, como la más idiota de las idiotas. Siguen ahí
mis 23 y mis 24 con los ojos hinchados. Para mi sorpresa ahí está todo, todo
menos él ni el amor que me hizo sentir.
Yendo para lo más profundo, hay
otras cosas con varias capas de polvo que es preferible no sacudir para evitar
una pequeña catástrofe, como aquellos orgasmos infinitos que por poco y
desembocan en adicción. Por otro lado, hay otras que por más que les eche
tierra por más de una década nunca dejan de estar, pero se acomodan al ritmo de
la caminata y a los zapatos para poder seguir.
Ya la faena de depurar se va
transformando en una especie de catarsis y el aire se vuelve menos pesado. Me
encontré luego, a cada tropezón que di, desde los que dejaron marca en mis
rodillas y los que dejaron marca en los demás. Por suerte, ahí sigue una
sonrisa esperándome. Un pequeño albor que me entendió y decidió esperar.
Al final de la pequeña bolsa
todavía quedan residuos y basura. Quise sacar justamente eso, lo que sobra, lo que no me sirve. Las facturas, el sucio, los pelos, el paquete vacío de chicles y el recado contaminado de mota junto a los amores que ya cumplieron su labor: vinieron, jodieron y se fueron.
Una vez sacado todo en la mesa,
sacudo la mochila, con mala técnica y sopor me dispongo a coser lo que está
roto y de a poco, voy metiendo de una a una, cada cosa que fui sacando. Pero esta
vez, cambiándoles de lugar y acomodándolas. Sin que choquen unas con otras para
que convivan mejor y me dejen vivir más tranquila a mí y a mi espalda.
A simple vista, la dinámica
funcionó. Me paré firme descalza y me puse otra vez la condenada mochila. Sin duda
pesa muchísimo menos, pero sé que todavía falta mucha limpieza. Sigo aprendiendo
a buscarme y encontrarme la paciencia. Aún queda espacio, pero hay ciertos
miedos que siguen estorbando. En este preciso momento agarro los zapatos más
cómodos y me aventuro de nuevo al camino. Me encanta la idea. Voy en paz y voy
feliz mientras pienso que no está nada mal para tener a penas 25 y seguir
cargando con todo y mis vidas pasadas en esta espalda de anciana, esperando con
los brazos abiertos para seguir guardando más recuerdos, más amores, más
dolores.