El hastío casi nunca es inoportuno. A veces llega en el
momento más indicado. Unas dos o tres veces por semana el hastío se duerme y se
despierta conmigo. Es como un recordatorio porfiado que me golpea con el dedo
índice la cabeza y me dice: ya fue suficiente. Cerrá la puerta con candado y tragate
la llave.
Pero lo que no sabe el maldito hastío es que yo puedo ser más tozuda
y cabecidura que cualquiera, incluso más que él.
De todas formas, el hastío siempre es bienvenido, sin
preguntar quién lo invita, pues al menos de algo o de mucho ha de servir. ¿Qué
lo causa? Fácil de adivinar. De por sí vivir en la más grotesca de todas las
junglas de este desvergue de mundo, es razón suficiente para caminar con estrés,
pero es más que eso, es lo inaudito.
Es lo cotidiano. Es a lo que el cuerpo y el cerebro se van subyugando
sin derecho a prórroga. Es aceptar ver la mierda caernos en la espalda. Es agachar
la frente, apretar los puños y seguir acumulando rabia para escupirla en el
momento menos indicado.
Es la paciencia disfrazada de amiga. Es levantarse de la
cama con los párpados pegados para ir a trabajar. Es el deseo inmenso de
quedarse tirada viendo películas, comiendo helado con banano y nachos con queso.
Es aventurarse al tráfico de la mañana y seguir fantaseando con la cama, la
única cosa en la vida que no te juzga, no te reprocha, no te jode.
Es el ruido. Son las voces internas y externas que nunca se
van a callar. Es el pito del taxi hijueputa que descaradamente te rebasó y que
retumba justo en la amígdala cerebral. Es soportar las tareas con las que no
estás de acuerdo. Es andar el yugo en el cuello. Es apretar los dientes para no
decirle una grosería a quien te paga un salario. Es depender de ese pinche
salario.
Es posponerlo todo. Engavetar los pendientes y pensar que de
alguna manera el hada fumada de la suerte los va a resolver con su magia. Es pasarse
de pendeja. Es encontrarse en los bares a los mismos idiotas que se creen intelectuales
hablando las mismas idioteces con otros idiotas que los hacen
creerse intelectuales.
Es estar hasta la verga de todo y todos hasta de lo que no
se palpa ni se huele, lo que no existe.
Es esta maldita cultura de mentirosos, cuatreros y
malcogidos que te arrastra a ser del montón y a pesar de que al principio te
resistís, ahí terminás bebiendo y fumando con ellos en cualquier trinchera.
Son las deudas; las materiales y las espirituales. Son los
bancos acosando los domingos. Es la novia psicópata y el compañero infiel que
le desató la locura. Las abolladuras en el carro y en el corazón. Son los gustos finos en el arte culinario, es
la ajustadilla a fin de mes para pagar la renta. Es seguir comprando libros que
sólo te sirven para atrapar el polvo, es seguir comprando ropa que no te ponés
porque ya te aburrió salir.
Es aguantarte la pena ajena cuando escuchás el discurso de
aquel maje gay más asolapado que John Travolta hablando de lo rico que es
cogerse a tres mujeres en una noche. Es soportar a tus amigos pues porque no
hay de otra. Es aguantarse una misma porque todavía no es legal la eutanasia en
nuestro potrero cinco estrellas, -aunque la muerte sea acá gratis.-
Es la jura, el dictador, la autócrata, los traidores, los
arrastrados, los bulliciosos, los valeverguistas, los que arman el conjunto de
esta despijencia pavorosa que me receto a diario junto a ocho millones más.
Son las frases culeras como “se saludable”, “tenés que cuidarte”,
“es lo mejor para vos”, “que estés bien”, “sin vos no vivo”. Pendejadas así.
Es irse a correr cuatro kilómetros sin parar, para poder
respirar. El hastío tiene ese poder de renovarte los pensamientos y
reacomodarte las prioridades, aunque mañana volvás a caer en lo mismo.