Esa mañana me desperté temprano porque tenía reunión con el
trío subversivo contra las fuerzas oscuras que sin aviso previo nos habían
dejado deschambadas. Sólo los quecos, los zacundos y el poco aire que se filtra
en ese cuarto fueron testigos del enorme esfuerzo que hice para levantarme de
la cama. A penas y podía abrir los ojos. Mis párpados pesaban una libra cada
uno. La nariz extinta y mi boca más reseca que una pampa en pleno verano.
No había pasado mucho tiempo, pero fue día tras día que la avalancha
se venía haciendo más grande y cuando llegó a la categoría infinita, sólo me di
la vuelta para dejarla caer en mi espalda. No tenía chance para elegir uno por
uno mis nudos para desenredarlos con paciencia, aquello era como sacarle piojos
a un murruco, simplemente imposible.
Dejé que todo se
juntara para que me dieran el tiro de gracia. Ya no había más que perder. Ya en
el inframundo lo que queda es terminar de ahogar la razón y entregarte resignada a la oscuridad con los brazos
abiertos.
Recién amanecía, así que todavía estaba muy opaco. El espejo
que estaba a propósito algo escondido no me alcanzó a ver. Me quité la ropa,
con toalla en mano y con mucha dificultad para ver, entré al baño y al unísono
de la ducha, cayeron en cascada las últimas lágrimas.
De pronto todo aquello me pareció tan risible. Se lo
atribuyo a los rayos del sol, que ahora me daban directo a la cara y me
recordaban que ya era el momento de salir, de escurrir los mocos y olvidar.
Me puse cualquier ropa en un destello. Por suerte el pelo
estaba apacible y no ocupó mayor ayuda. Cuando el raciocinio empezó a entrar
por goteras a mi cabeza, me dio por ponerme una crema humectante en la cara. Busqué
el espejo antes de la crema y mientras miraba en la gaveta, mi reflejo se colaba
por la vista periférica. Mi reacción fue seguir buscando dentro para no voltear
a ver, justo pasa eso cuando te encontrás a alguien y no lo querés saludar,
pero el maje se te acerca con la mirada insistente, y ni modo, te resolvés a
verlo.
Aquella imagen me impactó demasiado y no pude seguir
viéndola por más de tres segundos. Una oleada de cólera se apoderó de mi
estómago. Tenía la cara de Rocky Balboa al final de aquella pelea épica. Incluso
se veía peor. Parecía un tubérculo rellenado de bótox. Más hinchada que la preeclampsia
misma.
A la cólera sólo la pudo aplacar el miedo y la vergüenza. El
miedo era por no reconocerme en ese rostro y la vergüenza por creer que estaba
exagerando. “¿Vale la pena este drama para llegar a este nivel de explosión
cerebrocraneal?” pero no era minúsculo lo que había pasado y al fin lo entendí.
Me senté en la esquina de la cama. No iba a permitir que
nadie me viera así. Agarré el télefono. Google. Ojos hinchados. Cucharas congeladas.
Pepinos. Hielo y mucha agua. Eran solo unas de las opciones. Y justo antes de
ir a buscarlas, puse la cámara, me tomé un selfie y con todo el afán de
recriminarte y hacerte sentir un cuarto de miserable de lo que me sentía yo, te
mandé la foto. Una prueba oficial del cadáver. Una fotografía de un monstruo,
el más triste y patético que jamás hayas visto.
Cuanto más trascurrían las afanosos horas de aquel afanoso
día, la afanosa hinchazón cedía. Manejé como flash al punto de espera con un
ojo tapado por la cuchara helada. Mientras trascurría otra batalla en una
pantallita de mierda, mi cara volvía a la normalidad, pero la ira seguía
intacta. Como suele pasar en momentos de crisis, busco mecanismos de defensa
efectivos para no darme el lujo de perder la cordura por completo.
Así que puse música y el día mejoró.
Pero pensaste que no me dolía, que no me duele. Que al
traspié de volver a besarte, se fueron ahogados en saliva todos los dolores. Te
pregunté alguna vez, por qué lo hiciste y no supiste responder. Ahora me da
miedo saber.
Qué atrevimiento al decir que para mí no fue tan “importante”
como debió serlo. Si pudieras ver -y no precisamente estar- dentro de mí,
sabrías que hubo antes un camino largo de frialdad y amores superficiales que
me trajeron a vos. Pero asumís saberlo todo de mí y sos muy tonto para
entenderlo.
Ahora ese monstruo al Rocky style no ha vuelto a encarnarse
en mí, por dicha, o por escases de líquido lagrimal o porque simplemente ya no
me da chance y prefiero dormir. Aunque razones no me faltan, aún tengo latentes
el monstruo de la duda, de la desconfianza, del deseo.
El invencible monstruo de la mentira que se interpuso en
esto que llamábamos REAL.
El monstruo que se aparece de vez en cuando en vos para
lanzar flechazos que siguen doliendo acá.
El monstruo de la espera, que me mantiene a mitad de camino
para ofrecerte mi alma tijereada.
Todos ellos muy grandes y terroríficos, se han topado con
los tuyos, con los ajenos, que son cientos y son gigantescos, pero nada
comparados con el monstruo de las ganas que todavía me dan de amanecer abrazada
a vos con tus manos asidas a mis caderas, con ese olor de los dos que parece encantar
a la cobra más venenosa.
Es ese mismo que en forma de mantra me aseguran que un
día vendrá la paz que tanto añoramos, incluso si tomamos caminos distintos.