Ya no puedo levantarme hasta tarde. Llevo diecisiete noches
sin dormir bien y casi nunca me da sueño durante el día. Mi cerebro simplemente
se hartó del ocio y me lo dice a gritos desesperados. Por ratos Cortázar me
quita el malestar, después busco otro e-book –gratis- en el playstore y ninguno
me engancha. Descargo películas que veo antes de ir a la cama, a batallar con
el insomnio, a pensar en la trama, a imaginar los personajes con un ligero
cambio en la historia, acomodarlos a mi manera. Cualquier excusa es buena para
no pensar en mí.
Entonces, justo cuatro días antes de cumplir veinticuatro eneros,
soñé despierta con una nube de polvo difusa, enorme y de mil colores
imposibles, majestuosidad inmensurable; me mostraba dos direcciones, ambas eran
vagas, borrosas, señoriales. Las dos causaban el mismo nivel de ansiedad, como
esos viajes astrales que no he vuelto a tener por despistada. Pero yo quería
adentrarme a ese camino.
Lo supe enseguida. No tuve que cerrar los ojos y
contar de tin marín. No tuve que
hacer repaso de mi infancia o de mis traumas para darme cuenta. Mi camino lo
conozco desde que me percaté del cielo y del aire. Así que por ese instante
tomé uno y jamás me sentí tan segura en la vida.
Me senté a la mesa. Busqué en mi computadora vieja unas ochentaicinco
páginas olvidadas de Word, unas 41,200 palabras. Leí la primera línea, me
gustó. Bajé hasta la segunda página y no soporté. Seleccioné todo y no dudé en
apretar DELETE. Ese ya no era mi libro, esos cuatro capítulos que una vez
destrozó el ojo de un escritorcillo envidioso que después de cinco años sigue afanado
promocionando un texto más aburrido que el Evangelio según San Juan. Ya era
otra y tenía otra historia que contar.
En el mismo documento escribí esa primera línea. Al instante
cumplí dieciocho otra vez. Golpeando teclas como energúmena, sintiéndome de
roca, bizarra y sin duda. Con el entusiasmo que dan por primera vez unas manos
ajenas cuando tocan el cuerpo de un adolescente desbordante de hormonas. Me sentí
viva, me sentí en la nebulosa sonriente tomando la dirección correcta.
Cada página me parecía impetuosa. No hice un boceto. No apunté
nada en mi libreta. Todo como río sin caudal, todo despeinado y sin mayor guía
que los destellos en mi haragán cerebro. Todo estaba archivado en mi mente,
como lava ansiosa por salir de un volcán. Yo iba erupcionada feliz hasta que el
quinto folio me detuvo. Respiré y me troné los dedos. Estiré las piernas y me
dio por leer lo que recién escribí. Me quedé un rato en blanco. Agarré mi
celular, revisé los mensajes pero mi concentración se fue por el caño, hasta
para responder a un saludo.
Volví a la laptop y tuve una hemorragia interna de timidez.
Sentí el rojo en mis mejillas y la encrespadura de los pelitos en mis brazos. Estaba
escribiendo exactamente lo mismo de hace años, con mejor sintaxis y mejor
ortografía, por supuesto, pero con la misma idea, con el mismo argumento que
exige salir de una vez por todas, cual si fuera un poseído implorando un exorcismo.
No hizo falta una limpia con ruda para espantar a mis
demonios. Hice un trato con ellos y me dejaron volver a escribir. La nebulosa
con todo y la incertidumbre que propaga me dio la respuesta y la tomé encantada
aunque con leves espasmos de histeria e inseguridad. Tal como ocurre cuando el
amor llega, así metiche, así intenso, así timador. Me sentí como el espíritu
loco que describe Montero refiriéndose a Tolstoi. Creyendo impávida en lo que
amo y en lo que debo hacer.
Volví a escribir y volví a enamorarme como
adolescente. Remembrando aquel primer beso baboso cuando niña o aquella vez
hace unos días, aferrada a un espejo, haciendo el amor de pie. Todo se destila
en lo que escribo, cada recuerdo del pasado y del futuro está ahí metido,
impaciente por ser contado, satisfecho de darme la felicidad que un día creí
perdida.